viernes, 27 de febrero de 2009

Capítulo 2

Oswaldo Tejada. Guarenas

Acabamos de ver a qué conclusiones llega Müller Rojas en su análisis sobre el procedimiento de Estado durante el 27F. Según él, la evaluación del suceso comprende dos momentos: uno inicial, donde se produce la principal falla, esto es la subestimación del descontento social, además de la actuación desordenada, improvisada e indisciplinada de la policía; otro final, cuando los disturbios se han generalizado, el grado de amenaza ha aumentado, el margen de tiempo disponible para la toma de decisiones se ha reducido drásticamente, y el procedimiento se orienta, entonces, a la confrontación de un enemigo de carácter político, deliberadamente subversivo; un enemigo, pues, que, en rigor, no existe. En pocas palabras: los desaciertos de Estado al momento de evaluar se producen al no poder comprender que “la propia naturaleza de los incidentes”, coloca a la crisis “más como un problema de naturaleza social que como uno político en su esencia”[1].

Ahora veamos lo que nos tiene que decir un hombre de Estado. En una entrevista que se le realizara poco después del 27F, el presidente de entonces, Carlos Andrés Pérez, afirma: “el desbordamiento de los sucesos es producto de la falta de previsión. Indudablemente. Esto se hubiera reducido al mínimo si se toman las medidas”. Según nos dice, el “debilitamiento”, tanto de la “policía preventiva”, como de los “organismos de inteligencia”, tuvo una gran repercusión en el desarrollo “de los sucesos, porque no había una organización apta para prever y afrontar, al comienzo, lo que estaba sucediendo”. La información necesaria para evaluar la situación en su real magnitud, y luego tomar las decisiones pertinentes, era muy escasa: “el 27 de febrero, una de las características fue la falta de información”. A tal punto resultaba ésta insuficiente, que algunas decisiones las tomó el presidente haciendo caso de su “intuición” de viejo político: “ordené otras medidas que no se correspondían con la información que estábamos recibiendo”. Tal vez no fue sino eso, dice, lo que “salvó la situación”.

Esa misma intuición debe haberle servido para comprender que lo que estaba sucediendo no estaba siendo organizado por subversivos: “contrariando el estilo del gobernante latinoamericano, yo no acusé a los extremistas de ser los responsables de los sucesos. Señalé, como era realmente, que esto obedecía a una fragua larga del asunto, y lo califiqué como una explosión social”. Poco más adelante, insiste en este planteamiento: “era una reacción de otro tipo, no era una reacción política, a eso me refiero. Podía haber tres o cuatro establecimientos asaltados o saqueados, y en el centro de ellos una casa de AD o de COPEI intacta, con sus emblemas por fuera. Eso no tuvo un sesgo propiamente político. Fue, como le dije, una explosión social”[2].

He aquí nuestro problema: ¿cómo entender que un militar de ideas progresistas, como Müller Rojas, que académicos e intelectuales como los que hemos citado, acaben por hacerse una idea del 27F semejante, en lo esencial, a la del presidente de la República?. Aclaremos: cuando aquí decimos en lo esencial, nos referimos a que todos, de una manera u otra, perciben el 27F como un suceso, bien al límite, al margen, bien opuesto a la política. ¿Cómo resolver, entonces, este problema? ¿Estaremos acaso condenados “de antemano a recibir una solución ya hecha o, en el mejor de los casos, a escoger simplemente entre las dos o tres únicas soluciones posibles”? ¿Tendremos por costumbre que asumir, resignados, “el papel y la actitud del escolar, que busca la solución diciéndose que una ojeada indiscreta, anotada frente al enunciado, en el cuaderno del profesor, se la mostraría”?

Otra opción es posible: replantearnos el 27F en tanto problema. En esto es preciso seguir a Bergson cuando nos dice: “se trata de encontrar el problema y por tanto de plantearlo, más aún que de resolverlo. Porque un problema especulativo está resuelto desde el momento en que está bien planteado. Entiendo por ello que entonces existe solución, aunque pueda estar oculta, o por así decir, cubierta: no queda más que descubrirla. Pero plantear el problema no es simplemente descubrirlo, es inventarlo”. Pero, ¿en qué consiste en este caso la invención?: “el esfuerzo de invención consiste las más de las veces en suscitar el problema, en crear los términos en los que va a plantearse”[3]. Lo que está en juego es cómo plantearnos el 27F en tanto problema, sin desmerecerle: “el problema tiene siempre la solución que se merece en función de la forma en que se plantea, de las condiciones bajo las que es determinado en cuanto problema, de los medios y de los términos de que se dispone para plantearlo”[4].

¿Cómo suscitar el problema?, es la pregunta. Nosotros decimos: hay que pensar el 27F como lo que es: como un suceso enteramente político. Dejar de pensarle como una protesta más, de la que nuestros autores habrían hecho el sumario de todos sus defectos. Paolo Virno, en un pasaje de inspiración bergsoniana de su ensayo Virtuosismo y revolución, habla de “aquellos conflictos sociales que se manifiestan no sólo y no tanto como protesta”, como voice, sino sobre todo como exit: “la exit modifica las condiciones en que tiene lugar la contienda, más que presuponerlas como un horizonte inamovible; cambia el contexto en el cual insurge un problema, en lugar de afrontar éste último eligiendo una u otra de las alternativas previstas. En pocas palabras, la exit consiste en una invención desprejuiciada, que altera las reglas del juego y hace enloquecer la brújula del adversario”[5]. Eso es para nosotros el 27F: un suceso que aparece asumiendo formas novedosas, modificando extraordinariamente el contexto político, provocando un replanteamiento de las condiciones en que habrán de tener lugar las futuras contiendas; una invención que, de tan reciente, no puede ser percibida, por académicos, intelectuales y otras gentes, más que como algo que insurge defectuoso, sólo para morir prematuramente, al cabo de unas horas.

El 27F debe insurgir dos veces: en primer lugar, frente al “estrechamiento de horizontes y endurecimiento de las reglas del juego”[6] políticas; luego, contra otro endurecimiento, más duradero, y que llega hasta hoy: el de la reglas de juego interpretativas. En un caso, las reglas de juego, bloqueadas y fijadas, vuelven a ser inestables, reversibles. Esa ciudad amurallada que es la política, se ve asediada por aquello que, en vano, ha procurado mantener al margen. En el otro, procede la recuperación del espacio perdido, el desplazamiento de las fronteras que demarcan el dominio de lo político, y con ello la expulsión de todo cuanto es extraño y peligroso. En nuestro caso, hemos optado por llamar a las cosas por su nombre, y por eso hablamos del 27F como suceso: “una relación que se invierte, un poder confiscado, un vocabulario retomado y que se vuelve contra sus utilizadores, una dominación que se debilita, se distiende, se envenena a sí misma, algo distinto que aparece en escena, enmascarado”[7]. No decimos con esto que a partir de nuestra interpretación llega a su fin el tiempo de las mentiras sobre el 27F, aun y cuando intentaremos demostrar, en lo siguiente, que la interpretación dominante sobre el suceso no es más que la consecuencia, por demás inevitable, de un planteamiento errado del problema, de la formulación de un falso problema. Lo que decimos es lo siguiente: una cierta interpretación verdadera del 27F descansa, por lo general, en lugares comunes, o ideas preconcebidas sobre lo que debe ser la política. En breve, se trata de una verdad de dudoso mérito. Las reglas o criterios seguidos para decir la verdad, y que estudiaremos con más detalle, ya los hemos enumerado antes: naturaleza del suceso, composición, etapas, ejercicio del poder.

Según la interpretación dominante, la magnitud del suceso puede atribuirse, en buena medida, a algún malfuncionamiento, tanto de las fuerzas policiales como de los organismos de inteligencia: desorden, improvisación, indisciplina, desorganización, desinformación. Diez años después del “fatídico 27 de febrero de 1989”, un alto jerarca del partido AD insiste en esta idea: “otro factor coadyuvante para la propagación del desmán, negarlo sería irresponsable: la falta de intervención oportuna de la policía civil que, armada de simples garrotes, como se practica en todas partes, ha podido evitar la acción represiva de efectivos de las Fuerzas Armadas, que posteriormente se hizo necesaria, con saldo de numerosos muertos, para restablecer el orden”[8]. Al día siguiente, y en otro diario, quien fuera presidente de FEDECAMARAS durante el 27F, alude al “descuido irresponsable por parte de organismos policiales, al no prever, durante años, la necesidad de contar con brigadas especiales antimotines, capaces para enfrentar esta clase de disturbios”[9]. Pero, ¿de qué “clase de disturbios” se trata? ¿Se enfrenta la policía a una protesta que puede ser controlada a fuerza de “simples garrotes”? Arturo Sosa ha respondido, aunque a medias, a esta pregunta: si la policía intenta frenar la protesta por la fuerza, el resultado hubiera sido una masacre. Pero Sosa aún concede a las fuerzas policiales demasiada capacidad para hacerse con el control de la situación. Además, exagera cuando habla de una cierta disposición de la policía para acompañar al pueblo.

¿Cómo no hablar de la incapacidad de la policía el 27F? Nadie la niega. Ahora bien, ¿por qué no hablar, también, de la incapacidad, de la insuficiencia de la interpretación dominante sobre el suceso?. Al menos Müller Rojas, como recordaremos, ha reconocido haberse tropezado con una “dificultad básica” al momento de iniciar su análisis: “la imposibilidad de identificar una de las partes activas del proceso”. Pero, al mismo tiempo, el autor ha sido uno de los más duros al momento de evaluar el comportamiento de la policía. Lo que nos parece curioso es lo siguiente: ¿por qué esta dificultad que reconoce para sí mismo no vale también para la policía?. Sentarse a escribir, en algunas ocasiones, es tarea mucho más fácil de lo que comúnmente se piensa. Complicado es enfrentarse a algo que, según ha escrito Müller Rojas, no actúa de acuerdo a “fines concretos”, no dispone de “una organización para lograrlos”, y mucho menos de un plan “para darles persistencia”. ¿Cómo proceder frente a algo así?

Los cuerpos de seguridad del Estado, “las direcciones y secciones de inteligencia” de las FAN: absolutamente todos fueron tomados por sorpresa el 27F. ¿Por qué razón?. Rafael Rivas-Vásquez, para entonces Director General de la DISIP, responde: “no había plan que detectar”. No obstante, ya desde el día 25, basándose en fuentes de inteligencia, la PM estaba al tanto de la convocatoria de una jornada de protesta estudiantil para el lunes 27, en contra del aumento de la gasolina. Protestas similares habían ocurrido en distintas ciudades del país entre los días 20 y 24 de febrero. Así las cosas, “el lunes se perfilaba como una protesta más”, tanto para estudiantes como para la PM. La policía “se preparaba para otro enfrentamiento contra los encapuchados en las adyacencias de la UCV, pero esto se había convertido en un procedimiento de rutina durante las semanas pasadas”.

Sin señales que indicaran que algo fuera de lo común estaba por suceder, llega el lunes 27. Según esquema de Rivas-Vásquez, los hechos se desarrollan de la siguiente manera: 1) en Caracas, disturbios estudiantiles en la UCV, liceos del este, oeste y centro, enfrentados por la PM; 2) Guarenas, protesta de usuarios del transporte público por el aumento de las tarifas, la PM enfrenta a los manifestantes, inicio de saqueos, PM solicita refuerzos a Caracas; 3) a pesar de encontrarse comprometidos en el enfrentamiento de los disturbios estudiantiles, Caracas envía sus reservas de PM a Guarenas, y mantiene como reservas a la GN y DISIP; 4) Guarenas, la PM es rebasada por los disturbios, aún con los refuerzos de Caracas; 5) Caracas envía efectivos de la GN a Guarenas; 6) disturbios en Los Teques, PM y GN solicitan refuerzos a Caracas; 7) Caracas envía sus reservas de GN a Los Teques; 8) en Caracas, al no disponerse de reservas de GN y PM, inicio de operaciones de la DISIP; y 9) la DISIP es igualmente rebasada en capacidad operativa.

Los sucesos se hacen incontrolables no sólo para los cuerpos de seguridad del Estado, sino también para la GN. Mientras, se desarrollan sucesos similares en Valencia, Maracay, Mérida y Barcelona. Ya entrada la noche, se desarrolla una reunión en el MRI. Además del ministro, asisten “el Comandante General de la GN, el Jefe del Regional 5 de la GN, el Comandante de la PM, el Director de Coordinación Policial del MRI, el Director General de la DISIP, dos integrantes del Comando de la Guarnición y otros funcionarios”. La evaluación de la situación arroja el siguiente resultado: imposibilidad de controlar la situación recurriendo a la totalidad de efectivos y recursos de los cuerpos de seguridad y GN. Insuficiencia de efectivos militares en la guarnición del Distrito Federal y Miranda. Se plantean dos alternativas: 1) traslado a Caracas, provenientes de comandos regionales del interior, de distintas unidades de la GN; o 2) ejecución del Plan Ávila, como se conoce a las operaciones correspondientes a las unidades de las FAN acantonadas en la guarnición del Distrito Federal y Miranda. La balanza se inclina definitivamente hacia la segunda alternativa en una segunda reunión, ya en la madrugada del día 28, esta vez con la presencia del jefe de Estado.

Se inicia entonces el despliegue de los efectivos militares disponibles en Caracas. Efectivos militares de refuerzo se movilizan desde el interior del país. Carlos Andrés Pérez recibe a dirigentes de distintas fuerzas políticas, les pone al tanto de la situación, y les solicita su respaldo a la medida de suspensión de garantías: es el largo intervalo que abarca desde el momento de la evaluación decisiva de la situación, la correspondiente toma de decisiones, y la ejecución de lo dispuesto. Es “el día más largo”, el día de “peores daños”, dada “la demora en decretar la suspensión de garantías, requisito para poner en marcha el Plan Ávila”. La medida, finalmente, se hace efectiva alrededor de las cuatro de la tarde, iniciándose entonces “la restauración del orden y el fin de la anarquía”.

Pero, ¿cómo explicar que eso que "se perfilaba como una protesta más" haya devenido en suceso?. Para Rivas-Vásquez, la falla de Estado "estuvo en la labor de análisis y evaluación, no en la labor de búsqueda y procesamiento de información, pues no había información alguna sobre una acción que simplemente no había sido planificada". Esta falla se produce en la evaluación inicial de los hechos: "una vez iniciados los disturbios y producido el estallido en Guarenas, no se evaluó de inmediato la posibilidad de una generalización y radicalización del fenómeno"[10]. Algo parecido es lo que ha planteado ya Müller Rojas: un error se produce en la evaluación inicial de Estado, cuando se les asigna a las protestas el grado de "rutinarias", subestimando así el descontento social "como consecuencia de la pérdida real de ingresos", etcétera. Nos preguntamos: ¿acaso había manera de prever que la protesta se generalizaría?. Mejor aún: ¿fue realmente eso lo que ocurrió el 27F: al principio, una protesta más, luego, una protesta que se generaliza?. A juzgar por la respuesta de Estado, masiva en cuanto a movilización de efectivos militares y disposición de capacidad de fuego, así podría pensarse. ¿Es en realidad asignable a la policía, a la inteligencia de Estado, la responsabilidad por "el desbordamiento de los sucesos"? Rivas-Vásquez lo duda, Carlos Andrés Pérez así lo cree, al igual que Müller Rojas. Pérez ha declarado: "esto se hubiera reducido al mínimo si se toman las medidas". Müller Rojas ha escrito: si la policía "hubiese obrado eficazmente en los problemas iniciales, estos no habrían pasado de alteraciones localizadas, más o menos graves, del orden, y por lo tanto la situación se hubiese mantenido como una de carácter rutinario”. Pero, ¿no ha cuestionado ya el mismo Müller Rojas la evaluación inicial de Estado, en tanto que define la situación como de carácter rutinario, subestimando el descontento social? ¿Qué subestima, entonces, Müller Rojas?.

Puesto que si algo resulta claro a estas alturas es que, en efecto, el 27F se inició con protestas rutinarias. Lo que hay que saber es: ¿cómo estas protestas rutinarias devienen en suceso?. Pero responder a esta pregunta equivale a descartar cualquier explicación por la vía de la generalización de las protestas. En tanto suceso, el 27F no es algo que sea medible, cuantificable, numerable. No se trata, principalmente, de saber cuántos estudiantes, usuarios del transporte, obreros, pobres, etcétera, se lanzan a las calles. Ni siquiera se trata de llevar la cuenta de quiénes hacen parte del suceso: además de los estudiantes, los usuarios del transporte, etcétera, también los malandros, la ultraizquierda, los motorizados. Lo que hay que percibir es: ¿cómo entran en relación unos con otros?. Retomamos un problema que ya se ha planteado Müller Rojas: el de “identificar una de las partes activas del proceso”. No obstante, no estamos de acuerdo con la solución que le ha dado, cuando sólo logra percibir “una falta de diferenciación estructural del sector de la sociedad que intervino en el proceso”, lo que, de paso, le basta para concluir que eso que se manifiesta se encuentra al margen de lo político. Nos preguntamos por eso que se manifiesta, pero no con ánimos de revelar ninguna falta, ninguna carencia. Nos interesa eso en su positividad. Si bien hay pobres y hay clase media, estudiantes y malandros, obreros y zagaletones, ¿por qué pensarles según sus diferencias de clase, o según la condición moral de cada cual?. Más nos interesa, en cambio, percibir la conexión que establecen entre ellos, seguir las huellas que deja a su paso el producto de esta conexión.

Es lo que ha hecho la policía (y quizá, aunque en menor medida, la GN, la DISIP, y hasta el ejército). Por supuesto, en parte porque no le ha quedado otro remedio: ha presenciado nada más que la aparición de un algo desproporcionado, y le ha visto desplazarse, movilizarse, proceder, funcionar de tal modo, que se ha visto a sí misma reducida hasta el desconcierto. De inmediato ha presentido la amenaza, el riesgo. Se ha visto forzada, por tanto, a reconocer en este funcionar la inutilidad del propio funcionamiento. La policía, por tantos subestimada, ha comenzado por reconocerse sobrepasada en capacidad, en suficiencia, y se ha decidido a cambiar de estrategia. Sólo después, en un acto a la vez intrépido y suspicaz, ha intentado ponerse a la par de esa otra fuerza, y ha conseguido, en algunos casos, neutralizarle. Pero dejemos esto para más adelante.

Mientras tanto, sigamos ocupándonos de esta interpretación dominante del suceso que distribuye, aquí y allá, culpas y responsabilidades. Seguimos, y a medida que avanzamos nos va quedando claro, y más claro, que si lo hacemos es por el deber de llevar hasta el final lo que hemos iniciado. Desde el inicio, y durante la mayor parte de este trabajo, le hemos dedicado nuestra atención a cierto tipo de material académico, quizá respondiendo a nuestra propia deformación escolar, según la cual lo primero que hay que ver es lo que dicen nuestros profesores. Es decir, nos hemos entregado, antes que nada, a la lectura de lo que tienen que decir ciertos autores sobre lo que quiere decir el 27F, y tal vez el 27F no quiere decir nada. Quizá se ha perdido ya demasiado tiempo tratando de descubrir la “significación histórico sociológica” del suceso, o intentando “situar las cosas en una perspectiva histórica”.

Tal vez debimos limitarnos, desde un principio, a seguir la marcha, el funcionamiento de esa fuerza que choca contra las fuerzas de Estado el 27F. Hacer visibles las estrategias desplegadas por cada una de ellas. Nos hubiéramos ahorrado toda esta perorata sobre gentes que se manifiestan “en un lenguaje rudo, no político”. Quienes han aprendido a hablar así, este lenguaje político, hablan y no paran de hablar sobre la necesidad de que el sistema democrático, los partidos políticos, encaucen la violencia desbordada del 27F, alertan sobre los peligros que acarrea una “ruptura temporal del consenso”, o “el desbordamiento de los canales institucionales”; hacen llamados a la prudencia, y solicitan al Estado, a “las asociaciones ciudadanas”, a los sindicatos, evitar la desorganización, la atomización, la disgregación de la sociedad; anuncian el agotamiento de los “mecanismos institucionales o políticos” que habían permitido mantener el conflicto “limitado y canalizado”, y un largo etcétera. Hablan y siguen hablando de ese desorden que el Estado es incapaz de controlar, de la improvisación, indisciplina, irresponsabilidad, desinformación y falta de prevención de las fuerzas policiales y organismos de inteligencia. Hablan y hablan de las masas empobrecidas, y las nombran en todas sus formas, masas arrojadas a la protesta de tanta pobreza.

Pero lo que este lenguaje así, político, nos revela, es que sólo puede decir de otro lenguaje que es “rudo, no político”, a condición de “hacerse una idea general de orden o de ser” políticos, que ya sólo puede “pensar en oposición a un no-ser en general, un desorden en general”. En otras palabras, lo que este lenguaje político se plantea, a decir de Bergson, es un falso problema: hace “como si el no-ser existiera antes que el ser, el desorden antes que el orden [...]; como si el ser viniera a llenar un vacío, el orden a organizar un desorden previo”. Es como decir que el ser y el orden “se preceden a sí mismos o preceden al acto creador que los constituye, retroyectando una imagen de sí mismos en [...] un desorden, un no-ser supuestamente primordiales”. Esta “idea de desorden aparece cuando, en lugar de ver que hay dos o más órdenes irreductibles [...], retenemos solamente una idea general de orden, contentándonos con oponerla al desorden y con pensarla en correlación con la idea de desorden. La idea de no-ser aparece cuando, en lugar de captar las realidades diferentes que se van dado paso unas a otras indefinidamente, las fundimos en la homogeneidad de un Ser en general, que no tiene más remedio que oponerse a la nada, a relacionarse con la nada”. En fin, es un lenguaje político que descuida “las diferencias de naturaleza entre ambos órdenes, o entre los seres” [11], que ve sólo diferencias de grado allí donde hay diferencias de naturaleza.

Este lenguaje político hace como si la violencia existiera antes que la paz, el conflicto antes que el consenso, la desorganización antes que la organización. Como si los partidos políticos, los sindicatos, el Estado, vinieran a encauzar, a canalizar esta violencia, este conflicto, esta desorganización. Pero, ¿acaso no es también el Estado producto de esta violencia, de este conflicto? Esto no sólo es así, sino que además el Estado “contribuye a crear aquello” sobre lo que ejerce su propia violencia. El Estado ejerce, pues, una “violencia de derecho”, según plantean Deleuze y Guattari. Esta violencia es ejercida, por ejemplo, contra la violencia criminal, o “violencia de ilegalidad”, perpetrada por quienes se apoderan de algo a lo que no se tiene “derecho”. Es ejercida también contra una “violencia sediciosa”, o violencia conspirativa, puesta al servicio de la toma del poder del Estado, para instaurar un nuevo “derecho”. La particularidad de estas violencias es que se presentan como ya hechas: “el Estado puede entonces decir que la violencia es” un “simple fenómeno de la naturaleza, y que él no es responsable de ella, que él sólo la ejerce contra los violentos”, contra los criminales, contra los sediciosos, “para hacer que reine la paz”[12].

Que el Estado es producto de la violencia, y que contribuye, también, a crear una “violencia de los pobres”, es algo que comienza a quedar claro a partir de mediados del siglo XIX. Desde entonces, dice François Châtelet, cuando se sabe al fin, gracias a Marx, lo que es la explotación, se sabe también que "el escenario en el que tiene lugar históricamente el conflicto resultante de esa situación", es "un escenario político: la lucha de clases". Lo curioso es que, por lo general, lo político queda "olvidado". Pero este olvido no es más que el resultado de una confusión "entre lo político y la política [...]. Y la política equivale aquí al Estado". Una vez que ha "olvidado" que su propia existencia es un producto de lo político, el Estado se impone "como realidad exterior y superior, como trascendencia". Sólo a partir de esta imposición, que le vale para situarse en posición privilegiada, es como puede ostentar el monopolio sobre lo político, aún y cuando sólo pueda ejercerlo mediante la política, y, a no dudarlo, mediante la violencia.

Este monopolio sobre lo político es ejercido, también en nuestro caso, por “quienes se han arrogado el derecho a juzgar, con «competencia», las justas conductas colectivas”[13]. Es justo que el conflicto permanezca encauzado, canalizado, limitado. Es correcto que el Estado organice el desorden. De lo contrario, un país sumergido en la nada, en el vacío, “un país instalado por los siglos de los siglos en un 27 de febrero”. Nadie en su sano juicio negará que se trataba, sin duda, de “masas enardecidas, inconscientes y primitivas”. Nadie vacilará en admitir, “como de hecho lo admite la ciencia política actual, a la represión física organizada y legítima como un rasgo constitutivo de las estructuras políticas en general”[14]. Podemos permitirnos ser un poco críticos, y reclamarle al Estado, a los partidos políticos, a los sindicatos, pero no podemos negar que, después de todo, “lo que se hizo fue evitar cosas peores”[15]; ante todo, “se trataba de hacer imperar la razón sobre una violencia desatada espontáneamente y que amenazaba con extenderse a todo el país”[16].

A eso que se manifiesta, a ese algo desproporcionado, a esa otra fuerza, nosotros le llamamos la turba, que es diferencia de naturaleza y no diferencia de grado. Habría que empezar por dejar de verle como un “intermedio tumultuoso”. La turba “no es un torbellino de átomos a los que todavía les falta la unidad, sino la forma de existencia política que se afirma a partir de un Uno radicalmente heterogéneo en relación al Estado”[17]. Pero su existencia, enteramente política, pasa desapercibida hasta para una cierta interpretación clasista del 27F: “el estallido social de febrero significa una protesta insuficientemente organizada del pueblo contra sus explotadores y opresores de filiación burguesa”. Para Luis Cipriano Rodríguez, durante 27F “hubo de todo”, es decir, fue una protesta donde participaron “diferentes capas populares”, las cuales “desbordaron sus descontentos, frustraciones e, incluso, deformaciones”. Otras de sus conclusiones: “el estallido del 27 de febrero fue principalmente social, aún cuando llevó implícito algunas motivaciones políticas”, o fue “una protesta espontánea, casi sin dirigencia”[18], etcétera. Nada nuevo. Luis Fuenmayor, rector de la Universidad Central de Venezuela en 1989, dice: “la causa de la explosión social la constituyó la lucha de explotados contra explotadores, de pobres contra ricos, lucha que existe desde que la sociedad se dividió en clases sociales”. Sin embargo, y “para no crearse falsas expectativas en cuanto al porvenir”, es útil aclarar que los obreros “no participaron como clase en las manifestaciones de protesta del 27 de febrero y días posteriores”, sino que lo hicieron “simplemente como habitantes de los barrios populares”. Al cabo de un par de días, la protesta degenera en un “enfrentamiento de pobres contra pobres”, y se producen “hechos violentos primitivos, desordenados, sin ninguna orientación precisa”[19], etcétera. Pero esta vez no nos extenderemos citando ejemplos. Al fin y al cabo, es una interpretación del suceso que, a decir verdad, se limita a dejar constancia de la lucha de clases, y nada más. Lo demás viene a ser una repetición de lo mismo. Además, hemos insinuado ya que no basta con preguntarse qué clases intervienen el 27F. Pero esto no quiere decir, en absoluto, que seamos indiferentes a la lucha de clases, en tanto “garantía de inteligibilidad de algunas grandes estrategias”[20]. Sin la menor duda, también para el caso del estudio del 27F, hay que echar mano de Marx.

Si el 27F es un suceso incongruente, incoherente o sorpresivo, lo es, en gran parte, debido a la ignorancia acerca de la composición de clases de la sociedad venezolana. Por razones que estamos lejos de entender, lo que al respecto pasa por explicación, no es sino el intento tímido y poco ambicioso, el ensayo frustrado de antemano de delinear el contorno, simple y abstracto, de lo que todo el mundo nombra como pobres y ricos. Parece como si nuestros opinadores se situaran por encima del enfrentamiento entre clases, tan alto lo suficiente como para perder de vista cada detalle, y apenas divisar dos grandes bandos, mundos ajenos y extraños enfrentados de cuando en cuando. Así es, pues, que cuando se informa sobre la existencia de pobres y ricos, no se está informando nada nuevo. No basta con afirmar, como quien denuncia: “la existencia de un número muy pequeño de grandes multimillonarios, y un crecimiento de la pobreza, son hechos tan evidentes que no requieren demostración”[21]. Un intento de interpretación del suceso a partir de un análisis riguroso, en detalle, de la composición de clases de la sociedad venezolana, es algo que está por hacerse. A menos que estemos dispuestos a aceptar como adelanto de explicación algo como esto: los “participantes en los sucesos pertenecían a sectores muy diversos del espectro social: desde los más menesterosos y los más execrables, hasta sectores de clase media alta (con matices), pasando por los sectores populares y otros de media-media y media baja, fueron vistos y mostrados ante los ojos de muchos y ante las cámaras de los media en actitudes de pillaje, ventajismo, saqueo o aquiescencia”[22].

Así las cosas para el caso de las clases sociales, ¿qué esperar para el caso de la turba?. Aunque, pensándolo bien, ¿se puede esperar algo más, acaso, de la interpretación dominante?. La turba no espera que se le entienda. Todo cuanto hace “aparece necesariamente bajo una forma negativa: estupidez, deformidad, locura, ilegitimidad, usurpación, pecado”[23]. En cambio, y sin esperarlo, hemos redescubierto la destrucción, la barbarie, la pobreza, cada cual hecha concepto positivo por Walter Benjamin. Ya se sabe cuánto ha trabajado Benjamin el tema de las huellas. La huella de la costumbre: “si entramos en un cuarto burgués de los años ochenta la impresión más fuerte será, por muy acogedor que parezca, la de que nada tenemos que buscar en él. Nada tenemos que buscar en él, porque no hay un solo rincón en el que el morador no haya dejado su huella”. El “intérieur” de este cuarto burgués “obliga al que lo habita a aceptar un número altísimo de costumbres, costumbres que desde luego se ajustan más al interior en el que vive que a él mismo”. Tal cual procede una interpretación del 27F, que nada tiene que buscar en los confines de lo político, porque en todas partes aparece la huella del Estado. El Estado como forma de interioridad según la cual se interpreta habitualmente. Benjamin habla también de un “carácter destructivo” que “sólo conoce una consigna: hacer sitio; sólo una actividad: despejar. Su necesidad de aire fresco y espacio libre es más fuerte que todo odio”. Este carácter destructivo también “es joven y alegre. Porque destruir rejuvenece, ya que aparta del camino las huellas de nuestra edad”. Además, “él está por todos lados expuesto a las habladurías”. Él “no está interesado en absoluto en que se le entienda. Considera superficiales los empeños en esta dirección. En nada puede dañarle ser malentendido [...]. El más pequeño burgués de todos los fenómenos, el cotilleo, tiene lugar sólo porque las gentes no quieren ser malentendidas. El carácter destructivo deja que se le entienda mal; no favorece el cotilleo”. De la turba, el carácter destructivo que aparta las huellas. De la interpretación dominante, un cierto afán por evitar malentendidos: el autor en cuestión adopta los modales de persona amable, ofrece sus sinceras disculpas, solicita del público su escrutinio paciente, tolerante de las insuficiencias con que tropezará durante la lectura. Se excusa diciendo que en el caso del 27F se trata de hechos difíciles de aprehender, esquivos, apenas analizables. Todo esto hace el autor cuidando de las formas, salvando responsabilidades, para luego dar con los mismos tres o cuatro lugares comunes que acabamos de leer en otra parte, de otro autor que, cosa curiosa, se ha presentado con modales de persona amable. Por su parte, la turba deja hablar, despreocupada, mientras que ella misma habla “ya en una lengua enteramente distinta”. Dicen de ella que es pobre, que es bárbara, y vaya que es pobre la turba, pobre en experiencia: “jamás ha habido experiencias tan desmentidas como [...] las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano”. A todas estas experiencias renuncia la turba, en un acto que no es desesperado, sino liberador. Renuncia a la “imagen tradicional, solemne, noble del hombre, imagen adornada con todas las ofrendas del pasado”, a la imagen del ciudadano responsable, “pacífico, civilizado, sano, culto, democrático y definitivamente venezolano”. Quizá vale también para la turba lo que Benjamin dice de “esos hombres que desde el fondo consideran lo nuevo como cosa suya y lo fundamentan en atisbos y renuncia. En sus edificaciones, en sus imágenes y en sus historias la humanidad se prepara a sobrevivir, si es preciso, a la cultura. Y lo que resulta primordial, lo hace riéndose. Tal vez esta risa suene a algo bárbaro. Bien está”[24].

Alegría, risa bárbara, ¿de dónde tanta tristeza, tanta mofa alrededor del 27F? ¿Odio de clase?. Más bien miedo a la turba. Miedo de lo que no está uniforme, ajustado a regla, calculable, predecible. El Estado no puede predecir el nacimiento de la turba, y sin embargo presiente en ella una fuerza capaz de amenazarle. La turba no es una clase, más bien se escurre entre las clases. "Cuando la noche del 27 el Estado suspendió momentáneamente su presencia, ¿qué apareció? No ante todo la división en clases [...]. El análisis marxista, verdadero, es secundario en la interpretación de la división que atraviesa nuestra sociedad"[25]. Sociedad de "vencedores y vencidos", leemos en la editorial de la revista SIC. Puede ser. Pero más importante es la sugerencia: cambiar de nivel, dirigirse a un nivel de análisis distinto. Percibir la turba en su positividad: incluso si hablamos de destrucción, de barbarie o de pobreza. En la turba "hubo de todo", y no está mal. No está mal, y no tiene nada de "simple" que "los habitantes de los barrios populares" no se manifiesten como clase. Tan simple como que la turba no tiene "el mismo movimiento, la misma distribución, ni los mismos objetivos ni las mismas maneras de luchar"[26] que las clases sociales. Ya lo advertía Châtelet: hay que cuidarse de invocar a las clases en cada lucha. Desgraciadamente, los hay quienes son incapaces de ver las luchas políticas más allá de las fronteras de las clases. También en este caso, lo que suele quedar "olvidado" es lo micropolítico.

[1] Müller Rojas, Alberto. Las fuerzas del orden en la crisis de febrero. Op. cit. Pág. 120.
[2] Giusti, Roberto. Presidente Pérez: fue una explosión social, en: 27 de febrero. Cuando la muerte tomó las calles. Ateneo de Caracas / El Nacional. Caracas, Venezuela. 1990. Págs. 38-39, y 41.
[3] Deleuze, Gilles (comp.). Henri Bergson: Memoria y vida. Alianza Editorial. Madrid, España. 1977. Págs. 23-24.
[4] Deleuze, Gilles. El bergsonismo. Cátedra. Madrid, España. 1996. Pág. 12.
[5] Publicado originalmente como: Virno, Paolo. Virtuosismo e rivoluzione. Luogo Comune, nº 4, giugno 1993. Roma, Italia. Versión electrónica en español: http://www.nodo50.org/laboratorio/documentos/seminario/virno.htm Versión electrónica en italiano: http://www.ecn.org/deriveapprodi/memoria/indmem_fr.html
[6] Trigo, Pedro. Algunos indicadores de coyuntura. SIC, año LII, nº 513, abril 1989. Centro Gumilla. Caracas, Venezuela. Pág. 100.
[7] Foucault, Michel. Nietzsche, la genealogía, la historia, en: Microfísica del poder. La Piqueta. Madrid, España. 1992. Pág. 20.
[8] Piñerúa Ordaz, Luis. El 27-F. El Universal, Caracas, 27 de febrero de 1999, 1-4.
[9] Fonseca Viso, Hugo. Violencia provocada. El Nacional, Caracas, 28 de febrero de 1999, A/4.
[10] Rivas-Vásquez, Rafael. Resumen y análisis del “Sacudón”, “Caracazo”, o estallido social ocurrido en Venezuela en 1989. Guaracabuya, marzo 1999. http://www.autentico.org/guara/oagrv002.html
[11] Deleuze, Gilles. El bergsonismo. Op. cit. Págs. 46, 14-17.
[12] DELEUZE, Gilles, GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Pre-textos. Valencia, España. 1997. Págs. 453-454.
[13] Châtelet, François, PISIER-KOUCHNER, E. y VINCENT, J.M (comp.). Los marxistas y la política, I. Taurus. Madrid, España. 1977. Págs. 16-18.
[14] MÜLLER ROJAS, Alberto. Las fuerzas del orden en la crisis de febrero. Op. cit. Pág. 117.
[15] Giusti, Roberto. Presidente Pérez: fue una explosión social, en: 27 de febrero. Cuando la muerte tomó las calles. Ateneo de Caracas / El Nacional. Caracas, Venezuela. 1990. Pág. 42.
[16] DEL VALLE ALLIEGRO, Italo. Reflexiones y propuestas. El Siglo, Maracay, 27 de febrero de 2000, B-16.
[17] VIRNO, Paolo. Virtuosismo e rivoluzione. Op. cit.
[18] RODRÍGUEZ, Luis Cipriano. Entre la represión y el estallido. Tierra Firme, Revista de Historia y Ciencias Sociales, año VII, volumen 7, nº 25, enero-marzo 1989. Caracas, Venezuela. Págs. 32-34.
[19] FUENMAYOR, Luis. Páginas para despertar. Ediciones del Vicerrectorado Administrativo, UCV. Caracas, Venezuela. 1994. Trabajamos de este libro, simultáneamente, El 27 de febrero: sus causas y algunas de sus limitaciones, págs. 192-193, y El 27 de febrero estalló la vidriera de la bonanza aparente, págs. 202-203.
[20] FOUCAULT, Michel. Poderes y estrategias, en: Microfísica del poder. La Piqueta. Madrid, España. 1992. Pág. 171.
[21] FUENMAYOR, Luis. El 27 de febrero: sus causas y algunas de sus limitaciones, en: Páginas para despertar. Op. cit. Pág. 192.
[22] SORIANO de GARCÍA PELAYO, Graciela. El “acontecimiento”, los media, las ciencias sociales y la historia. Politeia, Instituto de Estudios Políticos, UCV, nº 13, 1989. Caracas, Venezuela. Pág. 91.
[23] DELEUZE, Gilles, GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Op. cit. Pág. 361.
[24] BENJAMIN, Walter. Discursos Interrumpidos, I. Taurus. España. 1982. Hemos trabajado de este libro, simultáneamente, El carácter destructivo, págs. 159-161, y Experiencia y pobreza, págs. 167-173.
[25] Editorial. SIC, año LII, nº 514, mayo 1989. Centro Gumilla. Caracas, Venezuela. Pág. 148.
[26] DELEUZE, Gilles, GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Op. cit. Pág. 218.

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