Venimos de decir que, contrario a lo que se opina comúnmente, el 27F es un suceso de naturaleza política; que ese “algo distinto que aparece en escena” es la turba, tanto más distinta del Estado cuanto que es diferencia de naturaleza; que la turba no es una clase, aunque ella la compongan también los pobres, los obreros; que la turba no tiene “ni los mismos objetivos ni las mismas maneras de luchar” que las clases, pero que tampoco tiene como objetivos ni el pillaje ni el saqueo. Además, nos hemos preguntado: ¿por qué tanta insistencia en dar con la “significación” del 27F, en lugar de tratar de percibir el funcionamiento de las fuerzas enfrentadas durante el suceso?
El testigo responde: “Entonces empezó a bajar la gente, durante toda la noche. Bajó y bajó del cerro pero por manadas, y eso que eran niños, ancianos, hombres y mujeres de todas las clases y edades, hombres y mujeres”. Más adelante: “Eran todos juntos. Ahí no había nadie. Pero eso era la gente”. Es así como hemos debido leerlo, así lo hemos citado al principio de este trabajo. Pero no dice así la versión original. Aquí, este fragmento de relato, impresionante, maravilloso, corre distinta suerte: comienza por “la gente”, que baja “por manadas”, “de todas las clases y edades”, “todos juntos” y “nadie” a la vez, pero de pronto este flujo asombroso lo contiene el autor, le encauza, le canaliza, le hace pasar entre paréntesis, y de ello resulta algo así: “Eran todos juntos. Ahí no había nadie (en el sentido de que no eran personas). Pero eso era la gente”. Para terminar, lo que el autor tomará como lo más importante: “Primero era el pueblo, después, bueno, se infiltraría otra cosa. Pero primero era el pueblo”.
No nos cansamos de repetirlo: “Eran todos juntos. Ahí no había nadie. Pero eso era la gente”. Furioso encadenamiento de frases que perturba la serena interpretación del autor. Según éste, es la coherencia lo que falta. Se apresura, pues, a interponer una pausa salvadora, a incorporar paréntesis. Lo que hemos llamado la interpretación dominante sobre el 27F es esto: un gran paréntesis que procede a la captura de esa gente “que bajó del cerro pero por manadas”. Como si el autor acechara, desde lo alto, el paso de una manada de bestias, y eligiera su presa de entre las bestias moribundas. Como si dejara pasar este furioso encadenamiento de frases, hasta abalanzarse sobre alguna de las frases más débiles. No puede ser casual que el autor conceda tanta importancia a una frase tan inofensiva como: “Primero era el pueblo, después, bueno, se infiltraría otra cosa”. Extrae de la cadena un sujeto, “el pueblo”, y de inmediato todo el resto del relato pasa a depender de este sujeto: “el pueblo”, punto de partida, “obreros y estudiantes”, “elementos de una protesta política”, unas “tácticas de lucha”, una organización, unos objetivos; luego, con la generalización de la revuelta, con la irrupción en masa de los habitantes de los barrios, la revuelta “adquiere caracteres protopolíticos” [1], la masa se dedica al saqueo, etcétera. Pero, después de todo, sospechamos, el autor no hace más que pasar como interpretación del relato, lo que él ya presupone para el caso del 27F: una cierta idea de política, de pueblo.
Una cierta idea de política que olvida lo micropolítico, una idea de pueblo que olvida a los hombres y mujeres, niños y ancianos que hacen manada. Eran todos: hombres, mujeres, niños, ancianos. Pero a la vez no era nadie. Era el producto de la conexión entre cada uno de ellos. Era cada uno abriendo su cuerpo a conexiones, pero no tanto para dejar de ser cada cual, sino para devenir otra cosa. Eran todos en su devenir-manada. Eran todos la turba, “rebosante, efervescente, tumultuosa”[2]. Pero lo que define a la turba no es el número de elementos que la componen, sino las relaciones internas al número. En el caso de la turba, los elementos conforman un conjunto no numerable, cualquiera que sea el número de sus elementos: hombres, mujeres, niños, ancianos, “de todas las clases y edades”. Lo que hace a la turba un conjunto innumerable es la conexión entre los elementos: de esta conexión puede resultar una manada, pero ante todo el resultado de la conexión es impredecible.
Tarde del 27 de febrero: “Puertas afuera, un incipiente tumulto vespertino [...]. “Adentro la calma y afuera el desvarío colectivo [...], la capital y su repentina oceanidad incontrolable”. De pronto, alguien “bate las puertas y se planta en medio de la calle hirviente de ruidos humanos, de trotes innumerables: no es la vulgar redada de cada dos meses, no es el habitual nerviosismo policial tras algunos tipos sorprendidos in fraganti [...], el gentío a furia cabal; y hasta el peor dotado se lanza sobre las fuerzas del orden con un aplomo de justiciero aterrador. Llega la bulla, comienza la fiesta brava brava –de verdad: brava, olor a bestia absoluta, cómo evitar ese choque final, con qué soga imposible domar aquel vértigo”[3]. Lo que Duque presiente es ese algo “que de pronto se apodera de nosotros y nos hace devenir, un entorno, una indiscernibilidad, que extrae del animal algo común”. Lo propio de la turba es este devenir-bestia absoluta: ¿con qué soga imposible domar este animal que vive en nosotros? Deleuze y Guattari preguntan: “¿quién no ha conocido la violencia de esas secuencias animales, que le apartan de la humanidad aunque sea sólo un instante, y que le hacen mordisquear su pan como un roedor?” [4].
Trotes innumerables de “hormigas sincronizadas en grupos de vecinos”. Son “las mujeres, los niños, los hombres, es toda la familia” [5] en su devenir-hormiga. Mujeres, niños y hombres en su mayoría pobres, de eso no cabe la menor duda. Alguien habla sobre esa “perplejidad con la que vimos alzarse sobre Caracas la rabia de los pobres como una marejada indetenible”. No obstante, no hay lugar para estas metáforas que asimilan el 27F con fenómenos naturales. La turba no funciona como, ni actúa a semejanza ni imita nada. Más bien deviene marejada indetenible, oceanidad incontrolable. Igual puede decirse de los motorizados: “pude verlos de un lado a otro de la ciudad, como veloces animales de metal, arengando al pueblo, provocando la insurrección, llevando y trayendo noticias de lo que estaba ocurriendo”[6]. Pero ellos no se desplazan como: sus motos son atavíos metálicos que favorecen la metamorfosis, el devenir-animal de la turba. Manada de veloces animales de metal: "un enjambre de motorizados se desplazaba por toda la ciudad"[7]. “Bandas de motocicletas y de peatones”, acusa Fonseca Viso. Supongamos que es cierto lo que éste dice: el 27F “no fue una manifestación masiva, porque el número de personas que tomó parte en estos hechos representó un porcentaje mínimo de la población adulta de las ciudades afectadas”[8]. En otras palabras: el número de personas manifestantes representó un pequeño subconjunto dentro del conjunto de la población adulta urbana. Falso problema, puesto que la turba es en sí misma un conjunto innumerable. Aun así, cabe la pregunta: ¿por qué tomar a la adultez como patrón para la evaluación?. Podemos preguntar también: ¿por qué no tomar como patrón, como constante, a la pobreza, y deducir: la mayor parte de los manifestantes eran pobres, esto es pertenecían al subconjunto mayoritario dentro del conjunto de la sociedad? Por último, planteado siempre en términos cuantitativos: ¿no representa acaso Fonseca Viso una minoría?. En efecto, minoría de personas urbanas, adultas, gentes de empresa, etcétera. Minoría, sí, pero también patrón, constante, modelo de conjunto a partir del cual se juzga lo que está y lo que no está fuera del conjunto. Por tanto, el problema no es principalmente de números: saber cuántos pobres se manifestaron, tal y como se lo plantea habitualmente otra minoría, acaso más arrogante: personas urbanas, adultas, gentes de la academia. Replantearse el 27F en tanto problema es también estar atentos a la siguiente advertencia: no caer en la trampa de los números y las cuentas. No basta con reclamar los derechos del conjunto más numeroso y más empobrecido, aún y cuando este reclamo sea procedente en muchos casos. Pero este reclamo contiene ya la afirmación de hecho del conjunto.
La turba está compuesta por hombres, mujeres, niños, obreros, estudiantes, usuarios del transporte, “ultraizquierdistas marginados”, vagos, zagaletones, malandros; por hombres que son estudiantes y militan en la ultraizquierda; por mujeres que trabajan de obreras; por niños que son estudiantes y también zagaletones; por hombres que son obreros y también malandros; por niños, mujeres y hombres que usan el transporte a diario. Pero parece como si enumeráramos los “habitantes de los cerros y ranchos caraqueños”. Lo que hace a la turba no es el número de elementos que la componen, sino la conexión entre los elementos. De esta conexión puede resultar una manada de bestias absolutas o un enjambre de veloces animales de metal, una oceanidad incontrolable o una marejada indetenible. Combinaciones impensables, impredecibles entre elementos: la turba es el producto de estas combinaciones. Un hombre, malandro de barrio, saqueador de reses, interrumpe su faena al toparse con una mujer. De pronto, algo pasa entre ellos. Él, Fabricio, la toma a ella, Elisa, “por la nuca, la hala y le estampa un beso que sabe a humo, a sangre, a cera, a cosa que arde, a lágrima, a beso; a mujer prohibida, a Sóngorocosongo, a muerte, a flores secas, a mierda, a perfume, a ropa de mujer que tiembla, a trabajo en cauchera; a hombre maldito, a hombre sentenciado, a amenaza, a gobierno que tambalea, a piedra, cuero y bongó; sabe a pistola, a verga feliz, a flor de camomila, a animal venéreo que pudre y espanta; sabe a camionero y a la putrefacción que se siente en las carreteras, a loco suelto en las calles, a recién salido del retén, a culo sudado, a sudor de animal que fornica; sabe a vela, a jarrón profundo, a cobres violentos, a Javier con un tiro en el cuello pero corriendo detrás de quien lo abaleó, sabe a olla, a fuego, a bala que entra-quema-sale, a Párate Armandito y prende el carro que la China está pariendo, sabe a sabor, a campana, rumba y tambó, a salsa y control, a Charlie Palmieri, a calavera, a barco perforado, a sucia suciedad en las axilas, a ron puro y caliente a las tres de la mañana cuando se ha acabado la cerveza y no hay real pacomprá una bombona de anís, a todos los barrios unidos vamos a cantar ahora, a cloaca abierta y un agua verde burbujeando y unos carajitos echándole piedras para salpicar a los que pasan, a Tupamaro encaramado en el bloque y policía huyendo porque una cosa es echar plomo y otra cosa muy distinta que a uno le echen, a bueno pero un ratico porque puede llegar mamá y nos pilla, sabe a Cachito pahuelé, a semepartelcorazón, a Si somos guerreros que palo parrumba, a La Ponceña lehacantadoa todoelmundo, sabe a disparo, sabe a Juanito Alimaña, a suplicio de mierda hasta cuándo, a Chocolate Armenteros, a mujer policía que se masturba y hasta tiene orgasmos mientras les revisa las partes a las mujeres que van de visita a la cárcel, para ver qué tienes aquí mamitarrrrica sshhhhhh, sabe a Poliedro lleno de El Gran Combo, a Barreto gratis en el Nuevo Circo, a Miguelito Cuní, al microfonazo que le zampó Rubén Blades al policía en el concierto, a ricomamiasí, pero nomelomuerdas, sabe a la guaraparchita de El Médico Asesino, a ratón, a polloenbrasas, a este debe ser marico porque loco no es, a hierba mansa, a Larry Harlow, a la Típica 73, a Palodemango, que no me tumben mi Palodemango, a Pete Conde Rodríguez, a lo eterno de Maelo, al coñazo que le dio el manco Freddy al guardia nacional porque le dijo tú hueles a mariguana, a préstame tres huevos Iraida que no tenemos paldesayuno, a intégrense a la actividad compañeros que vamos a dejar el bloque limpio y sin monte, sabe a sancocho en la matica, a redada y policía arrebatado metiéndose en la casa donde está el bazuco maldita perra, sabe a así sí es, así no es, así suena mi tres, a ese es el tipo échale un tiro en la oreja, zámpale, zámpale que ese no es nada tuyo, a mentol chino en el glande para que tardes tres horas en acabar, a pan dealocha, a papagayo, a taller mecánico, a futbolito, a voz que se rompe de pasión, sabe a Aeropuerto sí tiene sabor, a atiende el teléfono Lila y si es el perro ese le dices que no estoy, a remate de caballos, a cueros, a campana mayoral, a chiste malo, a juego de basquet, a zapatos de seis mil bolos paganarse un tirote, a negra culona y buenota, a fiesta en casa de Honorio, a me llevo a los carajitos, a por favor no me mates, a agarre esos cien bolos ahí pero no compre esa mierda pana usted se está matando, sabe a qué buena se está poniendo esa Mary, alguna rata del liceo la debe está cogiendo, a tiro, a peinilla, a malandro muerto, a madre de malandro muerto, a madre de malandro muerto en el velorio, a pea que dura tres y cuatro días, a te quiero mucho miamorcito así te vayas con el tipo del volkswagen rojo, a vamos a hacer una vaca que el chamo Alonso se casa, a cómprale una ropita para que vaya al bautizo, a pluma, a hierro, a bestia, a fuego frío de dos almendras de azufre [...], a limón, a caña, a cilantro, a está bien, llévate los reales pero déjame la cédula, a bueno cógeme pero no me vayas a matar, a está bien mátame pero no me vayas a violar, a ritmo azúcar, a lengua muerta, a brisa, a playa, a apagón, a no hay agua báñate con este tobito, a calle”[9]. Lo que pasa entre ellos, Elisa y Fabricio, habitantes de cualquier barrio caraqueño, es un beso innumerable y delirante. Un beso que son dos, cuatro, mil combinaciones impredecibles. Tal cual la turba.
Al comienzo, reivindicaciones modestas: usuarios del transporte exigiendo el respeto de las tarifas; estudiantes manifestando en contra del aumento de la gasolina. Aún de madrugada, se producen las primeras escaramuzas entre choferes, policías y pasajeros. La gran mayoría de los pasajeros está compuesta de trabajadores y estudiantes, por lo general habitantes pobres de las pequeñas ciudades circundantes a Caracas. Protestan el abuso y la especulación de los choferes. Quien sirve de intermediaria entre las partes, la policía, está compuesta, igualmente, por habitantes pobres de las mismas pequeñas ciudades. Al cabo de poco tiempo, la protesta desencadena en ataques a unidades de transporte; luego, en los primeros asaltos de “abastos y comercios de víveres”, cuyos dueños, casi siempre, son acusados de especuladores y acaparadores. Pero, como se sabe, el 27F no es sólo producto del acaparamiento de productos básicos “por parte de algunos comerciantes inescrupulosos”. Habría que agregar que “los canales de representación y conciliación de conflictos, pautados en los pactos y alianzas que fundaron el sistema político en 1958, no podían contener la complejidad de demandas e intereses de una sociedad que se había modernizado con celeridad”. Además, habría que contar la gran frustración que causó en la población el anuncio gubernamental del 16 de febrero sobre “una salida neoliberal a la crisis”. Para Margarita López Maya, el 27F sería la cresta de una ola de protestas que comienza a correr “desde los últimos años del gobierno de Lusinchi”, y que llega hasta 1990. Luego vendría una segunda ola que abarcaría, temporalmente, desde 1991 hasta 1993. Durante este “ciclo de protesta” en “dos olas”, los manifestantes abandonarán, aunque nunca de manera definitiva, las formas “convencionales” de protesta, tales como huelgas, paros cívicos, paros escalonados, paros indefinidos, etcétera, distintas modalidades de paro laboral con frecuencia acompañadas “por marchas que llegaban a los lugares de toma de decisiones, especialmente en Caracas, pero algunas veces también a las alcaldías, gobernaciones y asambleas legislativas de las entidades federales”. Formas de protesta utilizadas por “estudiantes y maestros”, pero sobre todo “por las organizaciones partidistas y sindicales tradicionales, que todos conocen y que poco asustan”. Protestas “confrontacionales”, y hasta “violentas”, pronto comprenderán el grueso del “repertorio” puesto a la disposición por los manifestantes. Este repertorio incluirá, básicamente, “las tomas de vías y establecimientos públicos y privados, los disturbios, las quemas, los saqueos”.
Durante el ciclo en estudio, la modalidad de protesta “más impactante”, más “inusualmente frecuente”, será el disturbio. Éste será protagonizado, por lo general, por estudiantes, algunos de ellos “encapuchados”, y policías. El patrón que sigue un disturbio es casi siempre el siguiente: alguno de los bandos instiga a su contrario, que responde, de lo que resulta, más o menos indistintamente, el enfrentamiento violento: de un lado, bombas lacrimógenas, peinillas, perdigones; del otro, piedras, botellas, bombas molotov, cohetones. En ocasiones, ambos bandos se enfrentan con armas de fuego. Un disturbio viene frecuentemente acompañado de barricadas, basura atravesada en las calles, quema de cauchos, secuestro y, eventualmente, saqueo y quema de algún vehículo. Tanto como los disturbios, ocurrirán tomas “en todo el país”. Serán organizadas, regularmente, por gentes pobres, pero también por gente de la clase media, y por profesionales. Consistirán, las más de las veces, en la interrupción del libre flujo por “autopistas, avenidas y calles”, aunque también habrá tomas “de tierras y edificios”. Los manifestantes reclamarán por el pésimo servicio de abastecimiento del agua potable, luz eléctrica, por las “calles rotas, planteles escolares deficientes”[10], etcétera.
Ciertamente, el 27F cuenta con todas las características de una protesta confrontacional y violenta: es una mezcla de tomas de vías, con disturbios, quemas y saqueos. También, tal y como ocurre para el caso de esta modalidad de protesta, se presenta la siguiente relación de correspondencia entre los elementos: de un lado, usuarios del transporte, en su mayoría trabajadores y estudiantes, pero también gente de clase media; del otro, la policía. Tras las primeras escaramuzas, los manifestantes apedrean e incendian vehículos, interrumpen el tránsito por autopistas, calles y avenidas, queman basura, asaltan comercios. La policía se ve sobrepasada, y acude en su auxilio la GN. Los manifestantes crecen en número: se incorporan los habitantes de los barrios. En algunas ciudades del país, estudiantes se enfrentan violentamente con las fuerzas del orden. Para Rivas-Vásquez, falla la evaluación de Estado, al no ser capaz de predecir “una generalización y radicalización del fenómeno”. En efecto, durante el intervalo que va desde esta primera evaluación fallida, hasta la noche del 27 y madrugada del 28, cuando se produce la evaluación definitiva, ocurren disturbios, no sólo en Caracas, Guarenas, Los Teques, Valencia, Maracay, Mérida y Barcelona, como enumera el ex Director General de la DISIP. En realidad, sólo “quedaron excluidas de alteraciones del orden público las áreas bajo la jurisdicción de los estados Apure, Cojedes y Nueva Esparta y las de los territorios federales Amazonas y Delta Amacuro”[11]. Verdadero “fenómeno” masivo. Luego, sigue Rivas-Vásquez, vendría un segundo y angustioso intervalo, que iría desde la evaluación definitiva, hasta la ejecución de las medidas.
Pero si el 28 es el día de “peores daños”, si estos ocurren durante el segundo y largo intervalo, debido a la demora de Estado, no es menos cierto que el daño está hecho desde el día anterior, que éste ha acaecido mientras corría el primer intervalo. La turba es el daño. La primera evaluación falla, pero no tanto porque los organismos de inteligencia no sean capaces de predecir la generalización de los disturbios. Si es cierto que lo que se evalúa en casos de protesta es la información correspondiente a composición, tipo, motivos, rutas a seguir, lugares de concentración, identificación de líderes y evolución de la manifestación, se puede entender por qué falla la inteligencia de Estado. Al comienzo, los hechos se desarrollan tal cual “una protesta más”. Luego de unas pocas horas, la protesta, confrontacional y violenta, se generaliza. Más tarde, en un cierto punto, “pero, ¿cuál?, no es localizable”[12], la protesta deviene otra cosa: obreros, estudiantes, gente de los barrios, la policía, la GN; basura regada por las calles, autobuses incendiados, saqueos; pero de pronto algo distinto aparece en escena: la turba. Ella aparece allí donde varía drásticamente la composición de los elementos que hacen parte de la protesta. Prolifera, cosa desproporcionada y desconcertante, ocupando calles, veredas, rincones, pedazos enteros de ciudad; desaparece y vuelve a aparecer. No puede hablarse de una fase, una etapa de la turba, puesto que ella no aparece de una vez y para siempre: desaparece y reaparece, de donde deriva, en parte, la dificultad para percibirle.
Para Arturo Sosa, y como recordaremos, habría una “primera fase” del 27F, protagonizada por el “pueblo corriente con su variedad y pluralidad inherente”. Esta fase se prolongaría “toda la noche del lunes 27 al martes 28”. Luego, en la “segunda fase”, se adueñarían de las calles grupos de “malandros, zagaletones, individuos vinculados al narcotráfico barrial, restos ideologizados de la ultraizquierda”, grupos estos compuestos por “personas inadaptadas, desligadas de la vida cotidiana del común, no representativa de la mayoría del pueblo venezolano y noble”. Una periodista, Thamara Nieves, escribe con espanto: “estos grupos demográficos, inéditos, no encajan en la clasificación socioeconómica D-E, más bien podrían ser Y-Z, pertenecen al inframundo caraqueño”[13]. Pero lo realmente inédito es la turba. Ella está compuesta de “pueblo corriente”, pero también de malandros y militantes de la ultraizquierda. Lo novedoso es la conexión que establecen entre sí estos elementos, de lo que puede resultar una “marejada feliz e incontenible”[14]. Sí habría, como lo plantea Sosa, una fase que se caracterizaría por el predominio de estos elementos, malandros y ultraizquierdistas. Pero antes, en la "primera fase", ellos han formado parte de ese conjunto inclasificable, innumerable que es la turba. Por lo que a ella respecta, cualquier discriminación entre "pueblo venezolano y noble", de un lado, y "personas inadaptadas", del otro, resulta fuera de lugar. Algo semejante plantea José Luis Vethencourt: el malandro es el protagonista de una tercera fase del 27F, caracterizada por la "violencia delincuencial". Pero esta fase viene precedida de una "fase inicial", de rompimiento de "ciertas barreras" por parte de los manifestantes. Posterior a ésta, adviene una segunda y crucial fase, esta vez de "guerra inmediatista". Dice Vethencourt: "es muy posible que estos dueños violentos de la calle", como llama a los malandros, "colaborasen solidariamente" con las acciones populares en esta segunda fase. Mientras ésta dura, la acción guerrera del pueblo desemboca en "una clara suspensión de la norma penal y de las sacrosantas leyes de la propiedad privada". Así, en tanto que acto de guerra, el saqueo deja de ser el simple "acto de tomar una presa". En otras palabras: "el saqueo adquirió francamente el carácter de un botín que está legitimado por las leyes no escritas, pero sí ancestrales de la guerra. Se celebraron fiestas de triunfo en los barrios. En resumen, el pueblo suspendió, sin liderazgo específico alguno, la norma penal que protege la institución de la propiedad y las leyes habituales del dinero. Esto destaca la diferencia que existe entre los saqueos de aquellos días y los actos delincuenciales. Si no hay norma no hay delito. Una cosa es el botín de guerra y otra la presa del delito". Después de todo, está claro que el pueblo "tiene la potestad de suspender las reglas del juego, aunque sea momentáneamente"[15].
La turba “altera las reglas del juego”. Una vez que ella aparece, desaparece la relación de intercambio, de correspondencia entre los elementos, propia de la protesta confrontacional y violenta. Donde prolifera la turba, y ya no hay normas ni hay leyes, sólo el Estado desnudo, ultrajado, la contienda varía en naturaleza. El enfrentamiento pasa a ser entre las fuerzas del orden y la turba, que no es el desorden, que no es diferencia de grado, sino diferencia de naturaleza.
Fotografías abundan sobre el 27F. En ellas es común encontrarnos con escenas así: un joven encabezando una marcha, los brazos en alto, portando la bandera nacional; un manifestante arremetiendo contra un automóvil; un efectivo de la GN atropellando a un transeúnte; autobuses abrasados por las llamas; montones de basura y piedras regados por las calles; habitantes de algún barrio enfrentándose a la policía; gente destrozando las vidrieras de algún comercio. Sobran en ellas los signos puros, perfectos y habituales de una protesta. Sin embargo, frente a este tipo de fotografías “estamos como desposeídos de nuestro juicio: alguien se ha estremecido por nosotros, alguien ha reflexionado por nosotros, alguien ha juzgado por nosotros; el fotógrafo no nos ha dejado nada, salvo un simple derecho de aceptación intelectual”. El fotógrafo ha hecho todo por nosotros, “no podemos inventar nuestra propia recepción”.
Pero las hay también que se distinguen de estas típicas fotografías de protesta. Son las que llamamos fotografías de suceso. Tres de ellas encabezan, cada una, los capítulos de nuestro trabajo. Distinto de aquellas, en éstas “el hecho sorprendido estalla en su terquedad, en su literalidad, en la evidencia misma de su naturaleza obtusa”. Esta terquedad de la expresión “añade a la lectura del signo una especie de captación turbadora que arrastra al lector de la imagen hacia un asombro visual más que intelectual, porque lo pega a las superficies del espectáculo, a su resistencia óptica y no inmediatamente a su significación”[16]. Son imágenes ambiguas: parece como si no pasara nada, como si no quisieran decir nada en lo absoluto. Es el caso de la imagen que logra Oswaldo Tejada en Antímano: a no ser por la leyenda, ¿cómo saber que se trata de un saqueo? Más bien parece una estampa dominical, la gente volviendo a sus casas luego de las compras en el mercado. Es también el caso de la imagen de Guarenas: ¿de dónde esta naturalidad que abruma en la manera de cargar con lo saqueado? Lo que falta es la norma, es la ley, y es eso lo que nos perturba, lo que nos provoca el asombro. Miradas cómplices, y a la vez sorprendidas de aquellos que vemos pasar al hombre con el pesado botín a cuestas. Miradas sorprendidas de los hombres que pasan, en la fotografía de Tom Grillo, aunque no parece que les embargara la sorpresa. Detienen la mirada, pero sin detener el paso. Parece como si el hombre muerto llevara cien años sobre el pavimento, como si cien años de miradas no bastasen. Yace el hombre muerto, y parece que descansara. Pasan a su lado los hombres, como tratando, siempre en vano, de acostumbrarse a este cuerpo terco, ingrávido. En fin, fotografías, las tres, hechas para la invención del lector. No hay que olvidar que la turba es “una invención desprejuiciada”.
Con la aparición de la turba se produce una nueva relación de correspondencia entre los elementos: a partir de entonces, es la turba contra las fuerzas del orden. El Estado, por su parte, anticipa en la turba su mayor amenaza. Puesto que una tal relación de correspondencia presupone un “límite”, llegado al cual la relación vuelve a reproducirse. Pero presupone también un “umbral”[17], después del cual la relación cambia inevitablemente. El 27F nos plantea la siguiente interrogante: ¿si la turba atravesara el umbral? Una interpretación dominante sobre el suceso se apresura a responder: después del Estado, la nada, “un país instalado por los siglos de los siglos en un 27 de febrero”. Pero, y por más traumático que esto pueda resultar para muchos, después del Estado no está la nada. La turba no es el no-ser del Estado, “sino la forma de existencia política que se afirma a partir de un Uno radicalmente heterogéneo en relación al Estado”. Que las fuerzas del orden tengan que vérselas con esa otra fuerza, que no se moviliza si no es para intentar franquear el límite, ¿acaso no anuncia, así sea por mera deducción lógica, la existencia de algo después del límite, un umbral?
Nosotros retomamos lo que ha sugerido Rivas-Vásquez, en el sentido de que, para el caso del 27F, puede hablarse de una evaluación de Estado en dos momentos. Preferimos hablar de estos dos intervalos, antes que hablar de tres o cuatro fases o etapas. Habría un primer momento fallido de la evaluación, que, como sabemos, Rivas-Vásquez atribuye a la incapacidad para predecir una generalización de las protestas. Hemos adelantado que lo que pasa desapercibido para las fuerzas del orden es la aparición de la turba. Además habría un segundo momento de la evaluación, cuando se ordena el despliegue masivo de efectivos militares. En este segundo intervalo se iniciaría "la restauración del orden y el fin de la anarquía". Sobre la actuación de la policía en el primer intervalo, alguien ha opinado: “Entre las actitudes atípicas, la de la policía, tolerante con la situación, causó impresión. Para los más ingenuos resultó anómala o sorprendente en su momento, pero para los más avisados, no menos explicable por la conveniencia, la connivencia o el temor, dadas las condiciones de vida de este sector de servidores públicos, dada su débil formación profesional y dadas las dimensiones que tomó un suceso incontrolable por ellos”[18]. En realidad, entre quienes opinan sobre el 27F hay un acuerdo casi unánime en estos dos puntos: 1) la actuación torpe, temerosa, y en connivencia con los saqueadores, de la policía; 2) son los efectivos de las FAN los que ponen fin a una situación que se había hecho incontrolable.
Pero en cambio, podemos sentar una hipótesis distinta: esta connivencia de la policía con los saqueadores es lo que hace controlable a la situación. Puesto que ni la turba tiene como objeto el saqueo, ni tampoco las fuerzas del orden controlan la situación sólo mediante la violencia. Si el 27F es sinónimo de saqueo, de violencia, es a consecuencia de una efectiva estrategia de Estado. Hagamos el análisis al nivel de las estrategias: porque no le ha quedado tiempo para distraerse discurriendo sobre la "significación histórico sociológica" del 27F, porque ha reconocido en la caducidad de sus estrategias su derrota, la policía ha logrado anticipar la amenaza que es la turba. Se ha visto obligada a suspender, ya no digamos siquiera su función preventiva, sino tanto como su función represiva. Sobrepasada por la turba, sin embargo, dispone a veces de la suficiente iniciativa como para intentar encauzarle: "Pero no había desaparecido el grupo de militares armados, cuando reaparecieron los saqueadores. Y ya nadie más los detuvo. La gente continuó bajando. Con un gozo, con una desfachatez, con una determinación, que en pocas horas la anarquía era la ley. El robo, el saqueo, la rapiña se convirtieron, por obra de la presión popular, en acciones aceptables, en normas convenidas con la propia policía. La gente bajaba por el desquite.
"En la calle Atrás, en El Rosario, Antímano, un policía 'dirige' el saqueo del automercado Central. Sentado en la patrulla, habla por un altoparlante.
" - Me hacen el favor, doñitas. Con orden. Poco a poco.-
"Cientos de mujeres y niños entran y salen a través de una santamaría reventada. Cargan sacos de harina. Bolsas de café, pasta de dientes. El desabastecimiento se terminó. Sale a relucir el fraude sigiloso de algunos comerciantes.
" - Eso no es necesidad, doñitas. Eso ya es egoísmo. No agarren todas las latas de sardinas. Cojan de a dos y dejen para los demás.-
"En la madrugada hubo una auténtica batalla. En el tiroteo un efectivo de la PM resultó gravemente herido. Entonces se llegó a un pacto. Los hombres permanecerían arriba. Detrás de unas barricadas. Sólo mujeres y niños podrían hacer el arrase. Pero eso sí, con orden y cultura. Bajo la mirada y dirección de los policías, quienes se doblegaron ante la realidad.
" - Me hacen el favor los hombres y permanecen detrás de las barricadas. Se les agradece no consumir bebidas alcohólicas, ni disparar contra la policía.-"[19].
Pues bien, cuando falta "el grupo de militares armados", mientras no ha intervenido la policía, no hay normas ni hay leyes. Por tanto, no puede haber robo ni tampoco rapiña. Es la turba la que actúa, y poco importa si las suyas son "acciones aceptables". El saqueo, que es botín de guerra, sólo pasa a ser presa del delito, norma convenida, cuando interviene la policía como elemento ordenador. El trabajo policial consiste en discriminar los elementos de la turba: identificarlos, distribuirlos; verdadero trabajo de conjura. La lógica de la estrategia policial es más o menos como la que sigue: "No encadena las fuerzas para reducirlas; lo hace de manera que a la vez pueda multiplicarlas y usarlas. En lugar de plegar uniformemente y en masa todo lo que le está sometido, separa, analiza, diferencia, lleva sus procedimientos de descomposición hasta las singularidades necesarias y suficientes. 'Encauza' las multitudes móviles, confusas, inútiles de cuerpos y de fuerzas en una multiplicidad de elementos individuales"[20]. La estrategia policial es hacer de la turba algo multiplicable, numerable, algo que no sea innumerable, que no sea más "ese impulso oscuro y animal que removió iras congeladas en los pobres, los desarrapados, los esmueletados, ese movimiento desesperado y anárquico que transformó a Caracas en una ciudad de barbarie"[21]. El saqueo prosigue, pero "bajo la mirada y dirección de los policías", que distribuyen: "mujeres y niños" de este lado; los hombres, "detrás de las barricadas". Finalmente, lo más importante de todo: lo que esta connivencia, esta permisibilidad del saqueo nos sugiere, es que lo realmente peligroso no es que la turba acometa el saqueo. Lo peligroso es la existencia misma de la turba.
La turba no tiene como objeto el saqueo. Hasta donde alcanzamos a saber, Roberto Giusti es el autor de la célebre frase: el 27F fue "el día en que bajaron los cerros". Así se titula una de sus conocidísimas crónicas sobre el suceso. Pero José Cohen, reportero gráfico, parece tener razones para ripostarle: "Yo creo que ese título está equivocado, los cerros no han bajado todavía; y el día en que lleguen a bajar, Caracas y su zona metropolitana van a resultar pequeñas"[22]. Ahora bien, el problema no reside en saber cuánta gente ha bajado de los cerros el 27F. Hay que interrogarse sobre el cómo: ¿cómo baja la gente de los cerros? La noche del lunes 27, bien puede tratarse de una "noche de línea de gente que corre"[23]. Pero lo que hay que saber es: ¿cómo corre la gente?. "Aquella primera noche del 27", pregunta Matías Camuñas, "¿quién se atreve a ponerle cauce?"[24]. Le respondemos: a veces, la policía, que deja de proceder como esa fuerza cuya función es evitar la concentraciones numerosas, dispersándolas. De lo que se trata es de ordenar una concentración innumerable. La policía procede descomponiendo la turba, haciendo visibles los elementos que la componen: hombres, mujeres y niños. Lo que hace es ordenar la distribución, la circulación de los elementos. Hace de esta "línea de gente que corre", una línea con punto de partida, los cerros, y punto de llegada, el saqueo. Poco importa si los que bajan de los barrios son cien, mil o diez mil: son los mismos elementos, es el mismo movimiento predecible de unos elementos que van y vienen, se rotan, se relevan, se sustituyen unos a otros. La policía descompone la turba "del mismo modo como se conjuran las temidas fuerzas de un río socavándole un lecho artificial o desviándolo en mil pequeños arroyos poco profundos"[25].
Para la policía "se trata de distribuir un espacio cerrado, así pues, de ir de un punto a otro". Para la turba, al contrario, "se trata de distribuirse en un espacio abierto, de ocupar el espacio, de conservar la posibilidad de surgir en cualquier punto: el movimiento ya no va de un punto a otro, sino que deviene perpetuo, sin meta ni destino, sin salida ni llegada". La policía opone una "guerra institucionalizada" a lo que Vethencourt llama la "guerra inmediatista" de la turba. En un caso, hablamos de una guerra "regulada, codificada, con un frente, una retaguardia, batallas". En el otro, en cambio, hablamos de una guerra "sin línea de combate, sin enfrentamiento y retaguardia, en último extremo, sin batalla: pura estrategia"[26]. Puro movimiento, guerra sin batalla; el mismo Vethencourt plantea que previo a cualquier tipo de violencia el 27F, es la "incrementada dificultad" de la gente para satisfacer su "impostergable necesidad" de movimiento: "Resulta que la capacidad de moverse o movilizarse es, en el animal, una precondición para la vida como lo son el agua y el oxígeno. Precondición de urgencia impostergable, más perentoria que el hambre misma, puesto que la consecución del alimento y la defensa contra los ataques exigen como cuestión previa la movilidad". No obstante, a esta cuestión de la movilidad la interpretación dominante presta una importancia casi nula. Como asaltado por la vergüenza ajena, alguien habla sobre la turba como de un "desbordamiento de fuerzas naturales". Así es, en efecto, sólo que sin la vergüenza: la turba procede por desbordamiento. Romper barreras, franquear el límite, tal es el objeto de la turba. Si hace la guerra, es una guerra sin batalla, una guerra "contra el comercio, mas no contra los comerciantes", de la misma manera que la emprende "contra los medios de transporte y no contra sus asustados propietarios". Vethencourt, una vez más, lo dice todo: "se hace difícil entender semejante moderación"[27].
Que la turba no tiene por objeto el saqueo, sino este movimiento que rompe barreras, es lo que sugiere una mezcla de relato y entrevista que recoge Fabricio Ojeda con el título, curioso, de Yo, saqueador. Lunes 27 de febrero por la mañana, en La Charneca, y Jesús conversa con dos amigos. Alguien que pasa por ahí comenta sobre los disturbios en Guarenas. Más tarde, una amiga les cuenta que llega del Nuevo Circo, que hay protestas y que la gente se ha atravesado en la avenida Bolívar. Jesús siente deseos de acercarse a ver qué pasa, pero sus amigos no lo creen conveniente. Entonces pregunta a un señor que va pasando, y éste le confirma: abajo hay gente en las calles, protestando. “Fue cuando pasaron los tanques de la Guardia Nacional por la autopista”, relata Jesús. Más o menos convencido de que la situación se complicaría demasiado, se conforma con seguir las noticias por la radio. “De lo que hablaban era de Guarenas. Dijeron que había saqueos y hasta muertos y que la Guardia había tomado las calles. Del cerro se veía parte de la Bolívar, sola. Ahí fue cuando unos chamos bajaron corriendo por las escaleras, porque se había prendido el peo en Parque Central. Yo no me atreví a bajar porque escuché unos tiros y preferí quedarme sentado, viendo todo desde arriba”. Ya en la tarde, “como a las dos y media un poco de gente se atravesó en la autopista, frente a los bloques del Jardín Botánico”. Esta nueva avanzada fue repelida por la policía, “y todo el mundo salió corriendo hacia Parque Central. De este lado, en la vía hacia el este, no había nada y los carros pasaban tranquilos”. Del otro lado “se quedaron unos policías y varios fiscales de tránsito, de esos motorizados, dejando que pasaran los carros y apurándolos con los brazos. Más arriba, en la calle que viene de Parque Central para agarrar rumbo al oeste y a La Guaira, la gente seguía atravesada y ponía barricadas de piedra y cauchos prendidos. A un tipo se le ocurrió intentar pasar con un camioncito de esos pequeños, tipo cava. Entonces la gente lo rodeó y lo obligaron a abrir las puertas de atrás. Fue la primera vez en mi vida que vi un saqueo”. De nuevo de este lado, “por la autopista, hacia el este, a cada rato pasaban patrullas de la PM y carros de la Guardia, volando y con la sirena puesta. En el barrio la gente bajaba y subía. Otros se quedaban como yo, mirando desde arriba [...]. Yo no sé de dónde salían, pero cada vez había más gente en la calle. Del barrio bajaron bastante. Yo creo que nunca dejaron de bajar. Había mujeres, también niños, revueltos con los hombres que cerraban la vía [...]. Entonces, como a las cuatro y media, la gente comenzó a caminar hacia ellos con los brazos levantados y las manos abiertas [...] y creo que hacían eso para que los tombos vieran que no llevaban piedras. Y les salió bien, porque tomaron otra vez la autopista sin que la policía echara un solo tiro.
“Fue cuando nos comenzaron a llamar.
“Los de abajo seguían insistiendo. Con señas, nos decían que trancáramos el paso hacia la Plaza Venezuela. Al principio, la gente del cerro no hacía caso. Estaba como temerosa. Pero luego vieron que de allá para acá ya no pasaban carros y que los del otro lado empezaron a correr hacia el distribuidor Jardín Botánico, comiéndose la flecha. Unos iban despacio, otros desbocados y algunos en moto. Parece que la policía había desviado el tránsito hacia la Bolívar o el Teresa Carreño y por eso el otro lado de la autopista se quedó solo. De todas formas, en el sitio de la toma se quedó un montón de gente, que nos gritaba para que cerráramos la vía. Fue cuando varios del barrio se atrevieron a bajar”. Una vez abajo, “primero tiraron un colchón viejo en la autopista y los carros comenzaron a frenar. Después eso fue piedras y palos, hasta que uno comenzó a prender cauchos que otro echaba a rodar sobre la vía. Los carros frenaban pero trataban de pasar, y uno de ellos se llevó por delante un caucho prendido que soltó tremendo chispero. Entonces, los demás choferes empezaron a poner retroceso o dar la vuelta, mientras que la gente del barrio tomaba la autopista. No fue tan difícil y los del otro lado aplaudieron. El temor se marchó y muchos decidieron bajar”. Jesús, que aún observa todo desde arriba (“yo me quedé arriba, todavía con algo de miedo”), se decide finalmente a bajar cuando ve venir cerro arriba a los primeros saqueadores: “ahí se le quitó el miedo a todo el mundo y hasta yo bajé corriendo cuando vi ese montón de gente subiendo toda clase de comida [...]. Corrí duro, pero cuando llegué ya no quedaba nada, la policía daba plan y los carros se estaban devolviendo. Me metí las manos en el bolsillo y caminé como si nada”. Luego de eso, “llegué hasta Parque Central por el Paseo Vargas y vi los autobuses prendidos. Por el Nuevo Circo se escuchaban tiros y en la Lecuna todo el mundo corría. Me conseguí a un poco de gente del barrio metida en la vaina. En la calle todo era fácil y la gente se dedicaba al saqueo”[28].
Leer y releer, pero no como una muestra in situ de lo que aconteció antes del saqueo, como si todos los caminos condujeran a él. Lo que hay que percibir es este conjunto de elementos de una cierta geometría que atraviesa todo el relato. Nótese la frecuencia de los vocablos: arriba, abajo, este, oeste, de este lado, del otro lado. Es lo que queda por descubrir: el problema del espacio, el posicionamiento variable, estratégico, de las partes enfrentadas. Una geometría de la cantidad y la medida simplemente no tiene lugar. Lo que sucede escapa a cualquier tentativa de medición: “yo no sé de dónde salían, pero cada vez había más gente”. El relato ha podido llevar por título: Ella, la turba, "cuya única función es anónima, colectiva o de tercera persona"[29]; “mujeres, también niños, revueltos con los hombres que cerraban la vía”. La turba, percibida con asombro por Jesús. Pero está claro que, después de todo, quien escribe es Fabricio Ojeda, escribe el relato de Jesús, y lo recoge en primera persona. Ya sabemos el resultado: Yo, “pon que me llamo Jesús”, saqueador. Jesús hace a un lado su temor y sus dudas, y se decide a bajar. Luego, “en la calle todo era fácil y la gente se dedicaba al saqueo”. Pero he aquí lo más importante: sólo después de haber sorteado la mayor dificultad, es decir, su propio miedo, sus propias barreras, puede expresar con satisfacción: “todo era fácil”. La apropiación a través del saqueo es posterior a la apropiación, a la ocupación del espacio. He aquí la clave para entender cuál es el objeto de la turba. Previo a la apropiación primera, es el suspenso, gente incitando, gente expectante: “fue cuando nos comenzaron a llamar”, “los de abajo seguían insistiendo”, la gente “nos gritaba para que cerráramos la vía”. Luego, el primer desenlace: “fue cuando varios del barrio se atrevieron a bajar”. Posteriormente, el descubrimiento de la propia fuerza, la celebración: “no fue tan difícil y los del otro lado aplaudieron”.
La turba tampoco se plantea como objetivo la toma del poder político. Lo cual no niega que ella sea, efectivamente, una forma de existencia política. Todo su funcionamiento, su existencia misma es ya un ejercicio de poder contra el Estado, o más bien contra unas ciertas y determinadas formas de poder. Habría que comenzar por dejar de ver al Estado como un ente abstracto que, además de concentrar y distribuir el poder, ejercería, con plenos derechos, un monopolio sobre el poder político. Es esto lo que hay que asimilar, y no el supuesto hecho de que "no basta con remover momentáneamente a un gobierno, sino que hay que poder sustituirlo inmediatamente"[30]. Sin duda alguna, la turba ha demostrado saber mejor que la izquierda que el poder se ejerce más que se posee.
La turba no ataca principalmente a una clase, a un partido, y para Carlos Andrés Pérez eso prueba que la del 27F "no era una reacción política, a eso me refiero. Podía haber tres o cuatro establecimientos asaltados o saqueados, y en el centro de ellos una casa de AD o de COPEI intacta". Pero si la turba no asalta ni saquea las casas de los partidos, es porque la política no se limita a los partidos, ni mucho menos su límite lo demarcan las cuatro paredes de una casa. La turba no tiene por objeto hacer la revolución ni propugna el fin de la lucha de clases, "por eso no viene al caso la evocación de revoluciones o momentos insurreccionales". Pero la turba tampoco tiene como objetivo el saqueo, y por eso no cabe hablar del 27F como sinónimo de saqueos: "Quizá los saqueos fueron, en sentido estricto, un accidente de la historia contemporánea de Venezuela. A pesar de su dimensión espectacular, probablemente no tienen el status histórico que muchos le han atribuido"[31].
No obstante, es indudable que hacer esta asociación entre 27F y saqueo, 27F y violencia, es una práctica que está profundamente arraigada en el común de los venezolanos. Lo que es peor, es normal hablar del suceso como de un evento sombrío, triste, vergonzoso, doloroso, que mueve a pena: "la vida se ha vuelto un verdadero castigo, un 27 de febrero lento y continuo, una pesadilla"[32]. ¿Quién no ha visto o ha sentido ese temor que se apodera de los presentes ante la mera invocación de la posibilidad de otro 27 de febrero? Guiño de la historia: y pensar que el 27F consistió, ante todo, y para decirlo con Virno, en una "exuberancia de posibilidades"; "cuando los cauces se reventaron / cuando de pronto pareció todo posible"[33]. Este temor que sentimos es producto, en buena medida, de la brutalidad de Estado, de su violencia escandalosa a partir del 28 de febrero por la tarde, y que se extiende durante los primeros días de marzo. Esta brutalidad es el episodio final del trabajo de conjura. No es haciendo uso de esta violencia escandalosa, como se piensa comúnmente, como el Estado comienza a controlar la situación. También habría que abandonar una idea del poder como mera represión, puesto que el poder también produce cuerpos útiles, como hemos visto en el caso de la policía. Desde el 28 de febrero por la tarde, cuando las fuerzas del orden y las FAN proceden a cumplir con lo dispuesto en una segunda evaluación de los hechos, la estrategia de Estado consiste en emplear tan hondamente la violencia, que podemos decir con Marx: "parece como si simplemente el Estado volviese a su forma más antigua, a la dominación desvergonzadamente simple..."[34]. Formar una determinada memoria de los hechos, es la estrategia de Estado: el dolor infligido debe volverse imborrable, omnipresente, inolvidable, para recordar el 27F con el "rostro entre las manos y la mirada estrellándose en el vacío"[35].
Tiene plena vigencia aquella valiente editorial de la revista SIC, de mayo del mismo año 1989: "el objetivo no era controlar la situación, sino aterrorizar de tal manera a los vencidos que más nunca les quedaran ganas de intentarlo otra vez. Era una acción punitiva contra enemigos, no un acto de disuasión dirigido a conciudadanos". Había que lograr que los vencidos "no tuvieran la experiencia de haber ganado una. Que esa semana se les clavara a fuego; no como el día en que se adueñaron de la calle y compraron sin pagar, sino como las noches terribles e interminables en que llovían sin tregua las balas y se vivió agazapado en completa indefensión.
"Y en efecto, el objetivo aparentemente se logró: el pueblo tiene el miedo metido en el cuerpo"[36]. Sacar el miedo del cuerpo, abrir el cuerpo a conexiones impredecibles, como enseña la turba, es lo que nos queda. Puesto que a pesar de todas las muertes que ha provocado el Estado, a pesar de toda la muerte que suma una interpretación dominante sobre el 27F, queda la vida: "pero cómo explicar, cómo convencerte de que el aire dejaba una resaca agradable en la piel, con todo y los muertos y el tufo brutal de las bombas y los muertos"[37].
[1] Torres Sánchez, Jaime. Del 27-F al 4-F: de un levantamiento popular a una rebelión militar. Op. cit. Pág. 12.
[2] DELEUZE, Gilles, GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Op. cit. Pág. 250.
[3] DUQUE, José Roberto. Salsa y control. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela. 1996. Pág. 63.
[4] DELEUZE, Gilles, GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Op. cit. Págs. 280 y 246.
[5] CAMUÑAS, Matías. Petare: la búsqueda. SIC, año LII, nº 513, abril 1989. Centro Gumilla. Caracas, Venezuela. Pág. 113.
[6] OCHOA ANTICH, Enrique. Los golpes de febrero. Op. cit. Págs. 20 y 28.
[7] OJEDA, Fabricio. Saqueos y barricadas, en: El día que bajaron los cerros. Ateneo de Caracas / El Nacional. Caracas, Venezuela. 1989. Pág. 27.
[8] Fonseca Viso, Hugo. Violencia provocada. Op. cit. A/4.
[9] DUQUE, José Roberto. Salsa y control. Op. cit. Págs. 83-85.
[10] LOPEZ MAYA, Margarita. La protesta popular venezolana entre 1989 y 1993 (en el umbral del neoliberalismo), en: LOPEZ MAYA, Margarita (edit.). Lucha popular, democracia, neoliberalismo: protesta popular en América Latina en los años de ajuste. Nueva Sociedad. Caracas, Venezuela. 1999. [11] MÜLLER ROJAS, Alberto. Las fuerzas del orden en la crisis de febrero. Op. cit. Pág. 119.
[12] DELEUZE, Gilles, GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Op. cit. Pág. 218.
[13] NIEVES, Thamara. Del 27-F hay otra historia que contar. El Universal, Caracas, 01 de marzo de 1999.
[14] DUQUE, José Roberto. Salsa y control. Op. cit. Pág. 85.
[15] VETHENCOURT, José Luis. Psicología de la violencia. Apuntes, Escuela de Comunicación Social, Facultad de Humanidades y Educación, UCV. Caracas, Venezuela. 1991. Págs. 47, 49-50.
[16] BARTHES, Roland. Mitologías. Siglo XXI. Madrid, España. 1980. Págs. 107-109.
[17] DELEUZE, Gilles, GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Op. cit. Pág. 445.
[18] SORIANO de GARCÍA PELAYO, Graciela. El “acontecimiento”, los media, las ciencias sociales y la historia. Op. cit. Pág. 92.
[19] GIUSTI, Roberto. El día en que bajaron los cerros, en: El día que bajaron los cerros. Ateneo de Caracas / El Nacional. Caracas, Venezuela. 1989. Pág. 37.
[20] FOUCAULT, Michel. Vigilar y castigar. Siglo XXI. México. 1996. Pág. 175.
[21] GIUSTI, Roberto. El día en que bajaron los cerros. Op. cit. Pág. 38.
[22] OROZCO, Fidel Eduardo, ZAMBRANO, Sabrina. José Cohen: los cerros no han bajado todavía, en: El estallido de febrero. Ediciones Centauro. Caracas, Venezuela. 1989. Pág. 83.
[23] DUQUE, José Roberto. Salsa y control. Op. cit. Pág. 81.
[24] CAMUÑAS, Matías. Petare: la búsqueda. Op. cit. Pág. 113.
[25] DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix. El Anti-Edipo. Paidós. Barcelona, España. 1985. Pág. 183.
[26] DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Op. cit. Pág. 361.
[27] VETHENCOURT, José Luis. Psicología de la violencia. Op. cit. Págs. 48-49.
[28] OJEDA, Fabricio. Yo, saqueador, en: 27 de febrero. Cuando la muerte tomó las calles. Ateneo de Caracas / El Nacional. Caracas, Venezuela. 1990. Págs. 26-28.
[29] DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix. Mil mesetas. Op. cit. Pág. 361.
[30] PADRON R., Miguel A. Una atmósfera pre-algo, en: El estallido de febrero. Ediciones Centauro. Caracas, Venezuela. 1989. Pág. 37.
[31] ASTORGA, Omar. La cultura inmediata del saqueo, en: El estallido de febrero. Ediciones Centauro. Caracas, Venezuela. 1989. Pág. 39.
[32] CAMUÑAS, Matías. Un año de dolor y rabia. SIC, año LIII, nº 522, marzo 1990. Centro Gumilla. Caracas, Venezuela. Pág. 74.
[33] TRIGO, Pedro. Salmo en la revuelta. SIC, año LII, nº 513, abril 1989. Centro Gumilla. Caracas, Venezuela. Pág. 141.
[34] MARX, Carlos. El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, en: MARX, Carlos y ENGELS, Federico. Obras escogidas. Editorial Progreso. Moscú, URSS. Pág. 97.
[35] ARAUJO, Elizabeth. "23 de Enero". Vivir entre balas, en: Cuando la muerte tomó las calles. Ateneo de Caracas / El Nacional. Caracas, Venezuela. 1990. Pág. 82.
[36] Editorial. SIC, año LII, nº 514, mayo 1989. Op. cit. Pág. 148.
[37] DUQUE, José Roberto. Salsa y control. Op. cit. Pág. 76.