El autor interroga y el testigo responde: “Eran todos juntos. Ahí no había nadie. Pero eso era la gente”. El autor dispone, como funcionario que rellena un formulario. En la parte que corresponde a naturaleza del suceso, anótese: ausencia de “objetivos explícitos”, ausencia de “liderazgo”, “sin organización”. Complétese: suceso difícilmente clasificable como político. Incorpórense pruebas: la declaración del testigo, al pie de la página. Vuelve a escucharse: “Eran todos juntos. Ahí no había nadie. Pero eso era la gente”. El autor, que ya no escucha, estampa el sello correspondiente: de “naturaleza ambigua”.
Pero basta que el testigo diga: “Primero era el pueblo, después, bueno, se infiltraría otra cosa”. Entonces el autor es todo oídos. ¿Qué ha querido decir el testigo? El testigo ha dicho “pueblo”, y ha dicho también “otra cosa”. El autor habla: al principio era el pueblo, “obreros y estudiantes”, una cierta táctica, una organización, unos objetivos. Sólo después, con la noche, “irrumpirán de manera masiva” los habitantes de los barrios, y con ellos el saqueo, y con éste y con aquellos la protesta ya no será más que de naturaleza “protopolítica”, “destrucción y aprovechamiento”.
El testigo habla, calla, casi da igual, el autor interpreta, aclara, va tras el “sentido” de la protesta, tras el descubrimiento de su “significación histórico sociológica”. En su afán, apela a la escuela marxista inglesa de la historia: Hobsbawm, Thompson. La masa enfurecida, dice el autor, protesta contra el “desabastecimiento de artículos de primera necesidad”, ante la inminencia de aumentos indiscriminados en los precios de estos y otros artículos, y contra un aumento que acababa de hacerse efectivo: el del pasaje. Lo importante, dice, es que para la “percepción de la masa”, la situación se presentaba como fuera del alcance del gobierno, al margen de su “capacidad de control”. Así las cosas, inaceptables para la masa, según su “economía moral”, la protesta.
Una protesta ejercida, al menos en primera instancia, como “violencia contra una situación material insoportable”. A la masa le es atribuible, aún, una composición heterogénea: obreros, estudiantes, etcétera, y al autor le es posible hallar, todavía, “elementos más desarrollados de protesta”. Luego, la cuestión varía por inversión: con la “masificación”, la “generalización” de la protesta, la masa ya sólo es capaz de percibirse a sí misma como masa “extremadamente homogénea”: en tanto “pueblo”, “gente”. El propio poder sólo alcanza a percibirlo como “difuso”. El autor cita un testimonio probatorio: “Yo me sentí muy contento. Tenía alegría porque habíamos dado un paso. ¡Apoderarnos siquiera por dos días de Caracas! ¡El pueblo fue dueño!”. En tanto, este poder es ejercido, aunque también de manera difusa, contra un enemigo “más concreto y heterogéneo”: los políticos, el gobierno, el Presidente. La masa (o la muchedumbre, la multitud, la turba; el autor emplea invariablemente uno u otro vocablo) “se limita a la satisfacción inmediata”. De tal manera, dice el autor, que es improcedente la comparación con la “turba urbana” de la que hablara Hobsbawm. Eso que se manifiesta el 27F, dice, es aún más “arcaico”. Esa masa, a diferencia del caso inglés en siglo XVIII, “jamás se planteó, ni como objetivo ni como fundamento, la lucha contra los ricos”[1].
Para decirlo de otra manera: el saqueo, “esa primitiva forma de violencia debía orientarse, como es normal, hacia quienes hacían de una forma u otra ostentación de su riqueza y del poder que esa riqueza les confería [...]. Se orientaba seguramente hacia ellos, pero no se ejerció contra ellos. Y no fue así, porque las masas enardecidas, inconscientes y primitivas, se volcaron sobre lo que tenían más a mano. Sobre los grandes comercios, pero también y sobre todo contra los pequeños comercios”. Según Manuel Caballero, ampliamente reconocido como una verdadera autoridad en la materia, y que pretende en su breve ensayo “situar las cosas en una perspectiva histórica”, este comportamiento de las “masas enardecidas”, esa manera difusa de orientar el ejercicio de su poder, no es inédito en la historia. “Por su origen y por sus características”, dice el autor, es posible establecer una relación de parentesco entre lo sucedido el 27F y ciertas “pobladas” o “revueltas de hambre”, como así han sido llamadas por algunos estudiosos de la historia de las sociedades preindustriales europeas. Uno de ellos, Rudé, cita el autor, resume el desarrollo de estas revueltas mediante el siguiente esquema: 1) se produce “un aumento en el precio de los alimentos”, que es protestado violentamente; 2) ocurren saqueos a mercados y panaderías; 3) los manifestantes reclaman el “control popular de los precios”.
Ahora bien, ¿quiénes conforman esa masa primitiva que se abalanza así contra los comercios?, se pregunta el autor. Los pobres, por supuesto. El pueblo, puede decirse. Pero, ¿a qué llamar pueblo? Pues, también al “hampa”, a “los restos de subversión extremista”, a “los marginales extranjeros”. A “lo mejor y lo peor”, y al mismo tiempo. A los “obreros y vagos, vírgenes y putas, ladrones y gente honrada, y a veces todo eso en una misma persona”. Procede entonces el autor a una segunda periodización histórica del suceso: “hay que rendirse a la evidencia: la gente que se echó a la calle el 27 de febrero de 1989, fue la misma que lo hizo el 23 de enero de 1958. La única diferencia es biológica: aquellos son hijos de estos, y nietos de quienes habían hecho otro tanto el 14 de febrero de 1936. Y procedieron de igual forma: a lo vulgar, a lo plebeyo, a lo pobre”.
Siendo así, ¿cuál es la novedad? Ah, hay una gran novedad, parece querer decirnos el autor. La gente salió a las calles en 1936, a lo vulgar, muerto el dictador; a lo plebeyo, en 1958, derrocado el dictador; a lo pobre, en 1989, a hacerle frente a la democracia. El autor se interroga: ¿qué ha quedado de ese venezolano al que le concedíamos las virtudes del ser “pacífico, civilizado, sano, culto, democrático y definitivamente venezolano”? Después de todo, advierte el autor, “la historia no conoce sólo de evoluciones, sino también de regresiones”. Sin embargo, no hay lugar para el pesimismo, dice. ¿Acaso no es posible percibir, más allá de la violencia primitiva y el saqueo, de los “gritos, palos y piedras”, una cierta “voluntad de participación” de una “sociedad civil” ignorada por los políticos? La “democracia política” es producto del saber encauzar hacia “las filas de votación” la violencia del 23 de enero de 1958. Queda de la clase política ser capaz de encauzar la violencia del 27 de febrero de 1989, controlando la especulación, el robo del dinero de la nación, redistribuyendo el ingreso. Pero, y si no lo lograra, ¿cuál sería la consecuencia? El autor responde: “un país instalado por los siglos de los siglos en un 27 de febrero”. Así pues que nada menos que tal es el desafío histórico que han planteado las masas a los partidos políticos: ¿serán ustedes capaces de construir la democracia social? He allí el sentido de la célebre frase con la que culmina el ensayo: “el 27 de febrero fue un 23 de enero social”[2].
27 de febrero “social” antes que 27 de febrero político. ¿De dónde este “carácter político” tan peculiar del 27 de febrero? Es ésta la pregunta que se formula otro autor, esta vez politólogo, Luis Salamanca. La respuesta puede resumirse en una frase: el 27F “fue la política venezolana por otros medios”. Pero, ¿qué quiere decir “por otros medios”? Pues bien, nos dice el autor, vayamos por partes. Comencemos por lo principal: “el carácter político del 27 de febrero reside fundamentalmente en la ruptura temporal del consenso” entre pobres y clase política. El 27F ocurre el desbordamiento de los canales institucionales. Que se trate de un desbordamiento “sin programa político, sin doctrinas, sin líderes, sin objetivos”, es realmente secundario. Dice el autor: “la poca violencia producida contra las casas de los partidos políticos” no representa evidencia suficiente como para negar lo que resulta muy claro: el 27F fue un “desafío colectivo” a los dirigentes políticos. Que este desafío haya sido planteado “en un lenguaje rudo, no político”, bueno, qué decir, pero si es que “nada de lo que estoy afirmando estaba en la mente de los manifestantes”. Sin embargo, hay que decir que esta suerte de forma “no política” de la protesta no desdice de su contenido político.
El 27F es, pues, la política por otros medios. De allí su carácter sorpresivo, no rutinario, por eso su manifestación mediante “formas inéditas” y poco comunes: “lo ocurrido en febrero es una modalidad de protesta no muy común en las sociedades modernas. Después de la Revolución Francesa, la protesta social ha tendido a expresarse más canalizada que espontáneamente, más racional que abruptamente”. La aparición y consolidación de “sindicatos y partidos han incidido en la reducción de los rasgos sorpresivos, imprevistos e irracionales de la acción de masas”. Y esto justamente, señala el autor, es lo que “ha permitido reducir al máximo las rebeliones en favor de las movilizaciones”. Poco más adelante, continúa: durante el 27F, las masas obviaron por completo “los canales de intermediación y mediación de intereses, propios de las sociedades democráticas y organizacionales”. Que tal cosa suceda “en sociedades no democráticas y no organizacionales, como la sociedad francesa del siglo XVIII, es comprensible”. Pero que ocurra, como en el caso venezolano, en una sociedad democrática, dirigida por organizaciones, “no puede menos que producir perplejidad”. Sigue el autor: “sorprende que en un contexto de grandes organizaciones sindicales y de poderosos partidos políticos, los individuos hayan considerado transitar una vía distinta”.
27 de febrero pre-moderno antes que moderno. Suceso que tiende, pues, a manifestarse a la manera de los “motines de sobrevivencia”, o “motines de pan”, de los que hablara Rudé en sus estudios sobre la Europa del siglo XVIII. Estos motines, según se sabe, se fraguaban en respuesta a la “elevación abrupta de los precios de los bienes de consumo, paralelamente al acaparamiento de los mismos, colocando a los consumidores ante una situación límite”. En el caso venezolano, compara el autor, puede hablarse de “motines de gasolina”, aunque la frecuencia con que los saqueadores asaltaron abastos y supermercados bien sugiere hablar de “motines de pan”. Estos saqueos fueron perpetrados desorganizadamente, o a lo sumo dejaron ver una organización por lo demás precaria, a duras penas propiciada por algún “liderazgo instantáneo”, que desaparecía una vez logrados los objetivos. Y así como Rudé descubre estos liderazgos fugaces en esas “figuras anónimas que cabalgan caballos blancos, blandean espadas o hacen sonar trompetas”, nuestro autor es capaz de descubrirlos en los motorizados, en los “policías que organizaron a los saqueadores”, en las bandas “compuestas de delincuentes, malandros, narcotraficantes, ultraizquierdistas marginados”.
Ahora bien, y en general, nos va resumiendo el autor, la protesta, el saqueo, el motín, la revuelta, es obra de los pobres, de “los habitantes de los cerros y ranchos caraqueños”, aún y cuando se fueran sumando “habitantes de clase media”. También es justo reconocer “el papel de los estudiantes”, “quienes fueron creando un clima propicio a la rebelión, organizando barricadas, deteniendo unidades de transporte, etc.”. Sólo después saltará al ruedo “la población de las barriadas”. Sin embargo, que se trate de un “movimiento de pobres no autoriza a considerar la explosión como una reacción contra los ricos”. Los pobres sólo identificaron claramente un adversario: los comerciantes. El sector financiero, por ejemplo, el “más beneficiado con la crisis económica”, permaneció intacto.
Para finalizar, la advertencia del autor: allá, las masas no organizadas, tan lejos de la política, tan peligrosamente cercana a los “otros medios”. Acá, “los partidos, el Estado, las asociaciones ciudadanas, los sindicatos”, etcétera. La pregunta: ¿serán capaces estos de representar a aquellos? “Esta pregunta es importante para el futuro de la democracia, por cuanto si la sociedad tiende a la desorganización, los niveles de atomización y disgregación sociales pueden generar procesos incontrolables que ningún partido”, bien sea éste “de derecha o de izquierda”, podrá “canalizar”[3].
La “quiebra del consenso social”, dice otro autor, es “la gran cuestión para el análisis”. El 27F, según Gonzalo Barrios-Ferrer, resultó ser la “manifestación inorgánica, espontánea”, violenta, “y sin un plan político definido o al menos sin objetivos políticos precisos”, del agotamiento de la capacidad de la clase política para encausar o contener el conflicto, “limitado y canalizado” hasta entonces, y desde 1958, “a través de mecanismos institucionales o políticos relativamente flexibles”. En otras palabras, el suceso constituyó “un primer gran agrietamiento” en “el conjunto de coaliciones, alianzas, pactos o negociaciones” entre grupos empresariales, la Iglesia, organizaciones sindicales, partidos políticos, burocracia, militares, característicos de la democracia venezolana.
Esta repercusión política del 27F, su gravedad, la “ruptura” que señala, por supuesto que está vinculada a la forma particular de “modernización capitalista” a la venezolana, a la tensión entre clases sociales que le es propia, y que, lejos de atenuarse, tiende a agravarse. Sugiere el autor: es notable el común acuerdo entre los analistas a la hora de enumerar algunas de las causas inmediatas del suceso: “el desabastecimiento y la especulación, el acaparamiento de numerosos productos por comerciantes inescrupulosos y el alza del precio de la gasolina y del transporte”. Ahora bien, a fin de dar con las causas profundas, con “una comprensión más integral” del 27F, es preciso lanzarse a la búsqueda, en “la historia social contemporánea”, de “acontecimientos, situaciones, hechos”, que si bien, y obviamente, no serán iguales a los venezolanos, al menos nos permitirán, por una parte, comprender aquello que “está en la base de la protesta social”, y por la otra, nos serán “útiles para ubicar la explicación en perspectiva histórica”.
¿A quién recurrirá esta vez el autor? A Hobswabm, historiador dedicado “al estudio de las formas arcaicas de rebelión social”, o rebeliones primitivas, típicas de “sociedades de tipo tradicional”, tanto en el siglo XIX como durante el siglo XX. El autor inicia su análisis “con la inevitable alusión a la particular situación de las masas trabajadoras en la Europa de los comienzos del capitalismo”. Reseña “la depauperación en Inglaterra, Francia y Alemania”, y da cuenta de la “íntima vinculación” entre las protestas de masas y “las dramáticas condiciones del crecimiento urbano” en estos países. Para entonces, dice, las principales ciudades crecían rápida y desorganizadamente, y en ellas servicios indispensables como el agua, la limpieza en las vías públicas, las viviendas y la sanidad para los trabajadores, eran casi inexistentes.
El autor dedica especial atención a los trabajos de Hobswabm sobre “la ciudad como lugar de protesta social a lo largo del proceso histórico y político", y advierte de una vez: “uno no puede evitar la tentación de concluir por anticipado que Caracas y otras ciudades de Venezuela” presentan ciertas características que las convierten en ciudades “potencialmente” insurrectas. Por ejemplo, en el caso del transporte: un aumento de las tarifas afecta al mismo tiempo a gran cantidad de gente pobre, y puede, por tanto, considerarse como un factor desencadenante de protestas. Eventualmente, los medios de transporte son los blancos inmediatos y accesibles de los manifestantes, quienes les incendian y vuelcan sobre la vía, interrumpiendo o produciendo colapsos en el libre flujo a través de la ciudad. La situación que describe Hobsbawm, o mejor, la explicación que de ella ofrece, dice Barrios-Ferrer, es “perfectamente coherente con lo ocurrido” el 27F. Además, otras situaciones que constituyen el “potencial insurreccional”[4] de una ciudad: presencia tanto de universidades como de habitantes pobres en el centro; hacinamiento, o exceso de población en espacio relativamente pequeño; la precariedad de las viviendas; el pésimo funcionamiento de los servicios públicos, todo esto y más, característico de una ciudad como Caracas.
Hagamos, pues, una pausa. Bien pudiera pensarse que nuestra intención al disponer así como lo hemos hecho a los autores que hasta ahora hemos leído, es la siguiente: dejar al descubierto cómo entre ciertos académicos es común el uso de determinados autores, pertenecientes a una misma escuela, y por lo tanto estudiosos de temas o hechos más o menos semejantes. Sin embargo, esto es algo que nos interesa poco. No deja de parecernos curiosa, por supuesto, la coincidencia. Pero haberle dedicado tal atención, haber decidido comenzar por descubrirle, como quien, sin perder tiempo, desea dar cuenta de un hallazgo importante, no pasa de ser, a decir verdad, un simple ardid.
Puesto que lo que merece atención no es que cuatro autores, formados en distintas disciplinas, concurran en el uso de otros tres, a saber: Hobsbawm, Thompson, Rudé. Lo importante, a nuestro juicio, está en saber ver cómo vuelven sobre el papel, una y otra vez, incluso sin el apremio de una referencia o de una cita, las mismas opiniones que sobre el 27F ya han repetido nuestros cuatro autores. Parece como si una misma percepción del suceso retornase cien veces, en artículos, libros, crónicas periodísticas, ensayos, etcétera, bajo cien ropajes distintos.
Hacer aparecer lo mucho que tienen en común los distintos discursos, de académicos, periodistas, políticos, militares, etcétera, antes que trabajar con ellos como si cada cual se constituyera no digamos siquiera al margen, sino en oposición a los otros. Eso es lo que nos interesa. Y para ello, y un poco dejados al azar, comenzamos por interrogarnos sobre el estatuto político que se le atribuye al 27F. Una respuesta parcial a esta interrogante la obtenemos de la lectura de los cuatro primeros autores, y es ésta: el 27F se constituye como suceso, si no en oposición, por lo menos al margen de lo político. Repasemos brevemente de qué criterios se han servido nuestros autores para llegar a tal conclusión.
1) En primer lugar, han dado con la naturaleza del suceso, siguiendo más o menos el mismo procedimiento: identificar en las protestas, según sea posible, “objetivos explícitos” u “objetivos políticos precisos”, liderazgo, organización, doctrina, “programa político” o “plan político definido”. El examen arroja invariablemente el siguiente resultado: ausencia, falta, a lo sumo indicios precarios o momentáneos.
2) También han establecido la composición del sujeto de la protesta: pobres, “obreros y vagos”, estudiantes, habitantes de los barrios o “habitantes de los cerros y ranchos caraqueños”, “restos de subversión extremista” o “ultraizquierdistas marginados”, “marginales extranjeros”, “vírgenes y putas”, “ladrones y gente honrada”, malandros, narcotraficantes, “habitantes de clase media”, usuarios del transporte, policías, motorizados.
3) Además, han sugerido la incorporación gradual, por etapas, en las protestas, de los elementos que en ella participan: al principio, “obreros y estudiantes”, luego, con la incorporación de los habitantes de los barrios, la “masificación”, la “generalización” de la protesta; al principio, estudiantes instigando a la rebelión, luego, la incorporación de “los habitantes de los cerros y ranchos caraqueños”, para que por último se sumen “habitantes de clase media”.
4) Finalmente, han definido, a grandes rasgos, un tipo de ejercicio del poder que sería propio de los elementos que participan en la protesta: la masa no se plantea, “ni como objetivo ni como fundamento, la lucha contra los ricos”, ejercicio difuso del poder; la violencia, que debía orientarse hacia quienes ostentan su riqueza, y el poder que esa riqueza les confiere, no se ejerce contra ellos, sino hacia lo que se tiene más a mano, los comercios, bajo la forma del saqueo; los pobres no protestan contra los ricos, sólo son capaces de identificar claramente un adversario: los comerciantes.
Leemos en alguna parte lo que ciertamente podría considerarse, a la vez que resumen de todo cuanto acabamos de enumerar, una de esas declaraciones un tanto obstinadas que no se distraen en evasivas: “no hay pruebas suficientes como para clasificar a los sucesos de febrero más allá” de lo que realmente fueron: “una reacción espontánea, de público que se convierte en turba”. El “comportamiento de masas” de aquellos días no “parece cumplir las condiciones mínimas” que le permitirían calificarle “como una movilización política”. La turba “no distinguió oponente claro, sea un gobierno, organización o institución”. Así como se dedicó al saqueo de “una pequeña bodega”, igualmente atacó “una gran cadena de supermercados, un negocio por departamentos o una simple quincalla”. Se movilizó desorganizadamente, sin un liderazgo “que superara el del hampa común aprovechada del anonimato de masa”, o el “de una escuálida vanguardia revolucionaria”. Tanto sus “objetivos” como sus “fines” pertenecen al ámbito de lo estrictamente privado. En general, la turba se ha movilizado de acuerdo a “tensiones privadas generalizadas”[5] . Lo que resulta curioso es que uno de los cuatro primeros autores, no importa cuál de ellos, ha cuestionado, por limitado, este “enfoque” del suceso.
Pero continuemos. Es mucho lo que se ha dicho sobre el 27F. Tal vez, como ha sospechado alguien, “nunca será demasiado lo que se escriba sobre los sucesos del 27 de febrero”[6]. Sin embargo, ¿cuántos de quienes se han creído con la suficiente competencia para hablar, no acaban por concluir lo mismo: el 27F es un suceso marginalmente político?
“¿Qué más decir sobre el 27 de febrero?” Así empieza el artículo de un hombre de izquierdas. “Pocos acontecimientos han suscitado tanta retórica en la historia venezolana”. No es para menos el tono de reclamo que puede presentirse en sus palabras: ha pasado ya un año, y lo que se oye de boca de “los intérpretes” no es más que la repetición de “la presurosa valoración realizada al calor de los sucesos”. Es preciso enderezar algunos entuertos: así, por ejemplo, no es correcto decir que el objetivo de las protestas era reclamar las medidas económicas neoliberales que acababa de poner en práctica el gobierno. La definición de un objetivo tal “supondría un grado de racionalidad, de elaboración”, que de ninguna manera “estuvo presente en los tumultos de febrero”. Al principio, dice, la protesta ni siquiera estuvo orientada hacia el gobierno: “la gente comenzó por un reclamo moderado: exigía a los choferes respetar el alza de las tarifas” anunciada por el gobierno. Incluso, “los saqueos posteriores” llevaban el signo del “castigo contra la especulación y el desabastecimiento mañoso de los comerciantes”.
¿Protagonismo del pueblo?, inquiere el autor. Imposible. “Un rol de esa naturaleza supone una conciencia precisa de los fines que se persiguen y de los medios adecuados para conseguirlos”. Como hemos visto, “la acción de las masas” se limitó “a ciertas operaciones muy simples”, a saber: 1) “rechazar violentamente el abuso de los empresarios del transporte público”; y 2) “apoderarse de aquellas mercancías que necesitaban con más urgencia”. Pero lo que es peor: “a medida que fue pasando el tiempo, el saqueo degeneró en pillaje contra la misma gente del pueblo”. Por tanto, está claro que “esa masa informe, presa de un histerismo incontrolado, no podía ser protagonista de nada, a menos que entendamos por protagonismo el desbordamiento de fuerzas naturales”.
Inútiles resultaron los esfuerzos de “algunas vanguardias políticas y sociales”, que intentaron “canalizar las furias hacia objetivos de mayor trascendencia política”. Todo fue en vano: “durante horas el pueblo estuvo en la calle como una marejada sin rumbo”. No nos queda más que admitirlo: “no estaba en el propósito de las masas, desbordadas hasta el atolondramiento, la conquista del poder político”. Aunque, después de todo, finaliza el autor, nos queda la opción del aprendizaje: entender que “la respuesta no puede consistir en brotes espasmódicos sin rumbo”[7] .
Asimilar, “digerir lo sucedido”, esa es la opción, según nos dice Arturo Sosa, autor que ha intentado, y “a pesar de la fluidez” del suceso, una explicación por “fases” del 27F. Asimilar, pues, lo sucedido, “transformar esa fuerza popular manifestada en algo permanente, que pueda hacer crecer al pueblo organizado como sujeto político”. En eso consistiría una “cuarta fase” posible. Pero veamos en qué consisten las tres primeras fases.
Durante la “primera fase” ocurre “la explosión popular espontánea”, una explosión “masiva y extensa”, protagonizada por “la gente de los barrios y algunos sectores de la clase media”, por la “gente común”, por el “pueblo corriente con su variedad y pluralidad inherente”. La causa inmediata de la protesta “fue la aplicación de las medidas de aumento generalizado de los precios, especialmente de la gasolina y el transporte”. La causa profunda fue la violencia ejercida “unilateralmente hacia el pueblo” por años y años. Una mayor violencia por venir era lo que anunciaba “la política económica” del gobierno. La protesta consistió en “manifestaciones, botar basura por las calles, quemar algunos cauchos”, asalto de “abastos y comercios de víveres”, y luego “siguieron los establecimientos de ropa, electrodomésticos”. Es una fase que se prolonga “toda la noche del lunes 27 al martes 28”. “La gente pobre, al sentir su fuerza y verse con las manos llenas, experimentó contento, euforia. Por eso, conforme transcurría el tiempo, se iba convirtiendo en celebración de todo el barrio”.
La “segunda fase” adviene con la retirada “a sus barrios y casas” de los protagonistas de la primera fase. Las calles son tomadas entonces por “grupos más audaces”, compuestos por “malandros, zagaletones, individuos vinculados al narcotráfico barrial, restos ideologizados de la ultraizquierda, elementos que se dejaron llevar por la ocasión de romper las barreras que normalmente” les “aprisionan”. En fin, “personas inadaptadas, desligadas de la vida cotidiana del común, no representativa de la mayoría del pueblo venezolano y noble”. Es ésta una fase negativa, puesto que se “provocan daños a personas y bienes sin control, con peligro de que se le achaquen al conjunto del pueblo acciones de las que son responsables esos grupos minoritarios mencionados”.
Así llegamos a una “tercera fase”. Ya se han desatado “en algunos barrios pasiones y venganzas personales, o entre diferentes bandas”. El gobierno suspende las garantías constitucionales y cede a las FAN “la responsabilidad de restituir el orden público y la normalidad ciudadana”. Algunos “francotiradores y grupos armados ligados a la ultraizquierda y a la droga” atacan a las FAN, provocando “la represión indiscriminada”. El miedo se propaga entre “las clases media y alta”, que ven en los pobres el enemigo, “sacan sus armas y se organizan para defenderse”.
Interesante resulta también echar un vistazo a la participación de las fuerzas del orden en cada una de las etapas. Durante la primera, la policía se suma “al resto de la gente”, participando como “pueblo común”, y colaborando con que “la protesta y la toma de establecimientos comerciales se hicieran con orden”. Si la policía, nos dice el autor, hubiera “intentado frenar por la fuerza esta protesta masiva”, el resultado hubiera sido “una masacre con víctimas incontables”. Igualmente, la GN asume “la inteligente postura de tratar de moderar la ola popular”, y en ocasiones trata “de evitar saqueos mediante el amedrentamiento”. Para entonces, ya el alto mando de las FAN está al tanto “de la gravedad de la situación”, y decide preparase para “una intervención a fondo”, una vez que el gobierno lo disponga.
Pronto, la situación se ha vuelto muy peligrosa: entramos así a la segunda etapa. Por una parte, “la policía ha sido superada”, y por otra, la GN “no parece ser dique de contención suficiente”. La policía, cansada y perpleja, desbordada por la situación, dispara “a diestra y siniestra”, intentando amainar lo que se estaba convirtiendo en saqueos incontrolables, con una fuerte dosis de violencia destructiva, cobrando algunas víctimas de parte y parte”. Las FAN permanecen expectantes.
La tercera etapa consiste en la arremetida de las FAN, una vez aprobada la suspensión de las garantías constitucionales. Al principio, las FAN actúan “drásticamente”, aunque van “poco a poco suavizando su relación con la gente”. Es la etapa de los allanamientos en busca de lo saqueado. En ellos participan la policía y la GN. Se cometen muchos abusos, en no pocas ocasiones se humilla a las personas, y se incautan pertenencias “que nada tenían que ver con los saqueos”. En algunas zonas de Caracas, entre ellas el 23 de Enero y El Valle, las FAN disparan a mansalva contra casas y edificios. Vuelta a la normalidad. Tanto la policía política como la PTJ, que actuaron en la primera y segunda etapas “de un modo semejante” a la policía, se suman a los allanamientos. Sobre todo la DISIP se dedica al allanamiento en busca de elementos “subversivos”[8] .
En su trabajo dedicado a la evaluación “del comportamiento del gobierno y las fuerzas del orden”, el cual juzgará según su “eficacia”, previo análisis del “proceso de toma de decisiones” durante el 27F, el general retirado Alberto Müller Rojas nos revela, en primera página, una “dificultad básica” con la que se ha topado: “la imposibilidad de identificar una de las partes activas del proceso: la protagonista de las acciones de saqueo, alteraciones del orden público y hasta violencia interpersonal”. Dicha “imposibilidad es básicamente el resultado de una falta de diferenciación estructural del sector de la sociedad que intervino en el proceso, lo cual implica la carencia de fines concretos de la acción; la ausencia de una organización para lograrlos y la inexistencia de planes para darles persistencia; criterios que definen la violencia política”. Por tanto, “los acontecimientos del 27 y 28 de febrero no se pueden catalogar dentro del ámbito de los fenómenos políticos”. Esto no quiere decir, por supuesto, que “los acontecimientos no tuvieran un impacto político”. Tanto lo tuvieron que implicaron nada menos que “una ruptura masiva de la legalidad existente”, evidencia suficiente para concluir que algo anda mal en el “régimen que gobierna la sociedad venezolana”.
Una vez descartado el carácter político del suceso, procede el autor a su tipificación, para lo cual establece tres criterios: 1) “intensidad de la amenaza”; 2) “tiempo para la decisión”; 3) “nivel de información”. A su juicio, durante el 27F hay un grave problema en la evaluación inicial: a las primeras protestas se les asigna el grado de “rutinarias”, esto es de “bajo potencial de amenaza, anticipadas y para cuyo enfrentamiento se han tomado previamente decisiones”. Semejante falla en la evaluación, dice, guarda estrecha relación con la subestimación del descontento social “como consecuencia de la pérdida real de ingresos, motivada por el deterioro acelerado de las condiciones económicas de la nación”. Finalmente, la situación termina por agravarse dada la actuación “improvisada y desordenada” de la PM, “con lo cual se revelaba tanto la carencia de procedimientos preestablecidos para enfrentar circunstancias que configuran situaciones de rutina en materia de orden público, como la indisciplina de sus miembros, incapaces de actuar sin la supervisión adecuada, frente a hechos que son de su exclusiva competencia”. Probablemente, se queja Müller Rojas, si “se hubiese obrado eficazmente en los problemas iniciales, estos no habrían pasado de alteraciones localizadas, más o menos graves, del orden, y por lo tanto la situación se hubiese mantenido como una de carácter rutinario”.
Pero esto no fue así, como ya es sabido. Pronto, “las simples alteraciones del orden público focalizadas”, se tornan generalizadas y complejas, y aumenta el grado de amenaza. Procede un segundo y decisivo momento de evaluación: “la información sobre lo que acontece en la realidad es escasa y confusa, debido al corto tiempo para la recolección de nueva inteligencia”. Tales circunstancias, según el autor, condicionan de tal manera la evaluación, que la toma de decisiones correspondiente se realiza basándose en “analogías incompletas con situaciones previas o en juicios previos sobre la hostilidad o amistad de la fuente de la crisis”. En este contexto, y habiendo tipificado además la situación como de “crisis”[9] (gran amenaza, poco tiempo para la toma de decisiones, de carácter extremadamente sorpresivo) el procedimiento de las fuerzas del orden se orienta al enfrentamiento de elementos subversivos, lo que a su vez precipita la incorporación de las FAN a la contienda.
Volvamos entonces, y antes de cerrar esta parte del trabajo, sobre los criterios en uso para determinar el carácter político del 27F. Esta vez nuestros autores, tres, y en orden de aparición, son: un militante de izquierdas, un cura, un militar (los dos últimos, hay que decirlo, tenidos también como progresistas).
1) La naturaleza del suceso: ausencia de “racionalidad”, de “elaboración” para definir objetivos, por una parte, y sin “conciencia precisa” de fines y medios, por la otra; precaria organización; “carencia de fines concretos”, ausencia de organización, "inexistencia de planes”.
2) La composición del sujeto de la protesta: “vanguardias políticas y sociales”, usuarios del transporte; “la gente de los barrios y algunos sectores de la clase media”, “malandros, zagaletones”, narcotráfico, ultraizquierda; pobres.
3) Incorporación por etapas de los elementos participantes en la protesta: al principio, protesta contra choferes, luego, saqueos a comerciantes especuladores, por último, “pillaje”, e inútiles esfuerzos por encauzar la protesta; primera etapa: “explosión popular espontánea” y celebración, segunda etapa: incorporación de “personas inadaptadas” e inseguridad, tercera etapa: suspensión de garantías, arremetida de las FAN, allanamientos, vuelta a la normalidad; primer momento de “alteraciones del orden público localizadas” y segundo momento de alteraciones generalizadas y complejas.
4) El tipo específico de ejercicio del poder: la protesta no estuvo orientada hacia el gobierno, las masas no se plantearon “la conquista del poder político”.
Por doquier, ausencia, falta, carencia, precariedad, inexistencia, elementos indeseables, desorientación, desorganización, desbordamiento, fugacidad, irracionalidad, amorfismo, ejercicio difuso, incapacidad. Por todas partes, formas de lo negativo: percepción del 27F como marginal, limitadamente político, cuando no como suceso simplemente opuesto a lo político. Tal vez vaya siendo tiempo de replantearnos el problema.
[1] Torres Sánchez, Jaime. Del 27-F al 4-F: de un levantamiento popular a una rebelión militar. Espacio Abierto, Cuaderno Venezolano de Sociología y Antropología, año 1, nº 2, enero-junio 1993. Maracaibo, Venezuela. Sobre todo de la página 10 a la 24.
[2] Caballero, Manuel. Un lunes rojo y negro, en: El poder brujo. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela. 1991. Págs. 141-146.
[3] Salamanca, Luis. 27 de febrero de 1989: la política por otros medios. Politeia, Instituto de Estudios Políticos, UCV, nº 13, 1989. Caracas, Venezuela. Sobre todo de la 187 a la 205.
[4] Barrios-Ferrer, Gonzalo. Los sucesos del 27 y 28 de febrero de 1989: una aproximación histórico-política. Argos, Revista de la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Simón Bolívar, nº 11, 1990. Caracas, Venezuela. Págs. 55-88.
[5] Civit, Jesús y España, Luis Pedro. Análisis socio-político a partir del estallido del 27 de febrero. Cuadernos del Cendes, UCV, nº 10, enero-abril 1989. Caracas, Venezuela. Sobre todo páginas 36 y 37.
[6] Ochoa Antich, Enrique. Los golpes de febrero. Fuentes Editores. Caracas, Venezuela. 1992. Pág. 11.
[7] Álvarez, Federico. Y de aquellas furias sólo quedan palabras. Comunicación, nº 70, segundo trimestre, 1990. Centro Gumilla. Caracas, Venezuela. Págs. 4-10.
[8] Sosa A., Arturo. ¿Qué fue lo que pasó? SIC, año LII, nº 513, abril 1989. Centro Gumilla. Caracas, Venezuela. Págs. 101-106.
[9] Müller Rojas, Alberto. Las fuerzas del orden en la crisis de febrero. Politeia, Instituto de Estudios Políticos, UCV, nº 13, 1989. Caracas, Venezuela. Págs. 115-154.